jueves, 17 de diciembre de 2015

Primero, la desilusión

Origen: desconocido.

Cuando Michel Houllebecq se pone la cara de poeta, dice que “el mundo es un sufrimiento desplegado”. Desde su nacimiento, hasta su expansión, vibra el dolor y muy cerquita de su matriz la desilusión.

Remontarse al origen de ese sufrimiento: la espera es, a veces, abrir las heridas de lo que en un principio fue una ilusión libre.

El contraste entre un corazón expectante y uno oprimido, a veces desencadena en silencio. No hay que desdeñar de los que, prudentemente, se resienten con la vida, no hay que inventarse formas poéticas de sobrevivir.

Si se permanece honesto y humilde con ella - la vida-, quedarán entonces dos representativas figuras: una ausencia de palabras que no puede conjugarse y una devoción que en forma de preludio busca el futuro.

Lo importante, a la hora de entender que hay caminos que se encierran, es mantener la pasión, al fin de cuentas, la ilusión es también un particular componente de los escasos momentos de calma.

Como dice el mismo Houllebecq: “No temáis a la felicidad: no existe”.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Del sin sabor de la ironía

Sábado, 7 de noviembre de 2015 
10:45 a.m. Centro de Medellín. 



Tres niños sentados en una esquina de Pichincha con Junín juegan con un perrito cachorro mientras piden un pedazo de pan. Tres niños son abordados por una mujer y un hombre, ambos jóvenes, que les preguntan por la mamá. Llega la mamá. Habla poco español. Entre sus collares que bien podrían ser Emberá o Tule (no sabría identificarlos), se esconde un pequeño cuello que revela un rostro tímido. Ellos, el hombre y la mujer, la increpan para que les entregue el perro. Le dicen que es maltrato animal tener a un perro en la calle. Ella no sabe qué responderles. El hombre y la mujer le arrebatan el perrro a los tres niños que piden pan en la calle. Los niños lloran. Ellos, gloriosos, caminan hacia la calle Ayacucho con el cachorro entre los brazos. Dicen que han salvado una vida.

domingo, 21 de junio de 2015

El día en que las mujeres dejaron de ser princesas

En abril estuve haciendo un paseo de esos que solo pueden soñar las niñas. Conocí Disney World. Entre las más de 1.200 fotos que tomaron las amigas con las que estuve, aparecieron  críticas de los que en cuatro palabras llamaré: intelectuales para el olvido. El procedimiento incluyó juicios de por qué conocer un imperio en vez de visitar lugares más interesantes y “culturales”. Meses después, respondo con un por qué. 

Fotos: Perla Toro. 

Un día mi padre me llamó para mostrarme la que él consideraba la música más bella del mundo. Con sus manos sobre mi cabeza, como si estuviera intentando pasarme un poco de su conocimiento, me mostró cinco casetes de su colección. El procedimiento incluía la descripción: favoritos. 

El primero dejaba sonar El lago de los cisnes de Piotr Ilich Tchaikovski. El segundo, Danubio azul de Johann Strauss. Como si fuera una especie de pesadilla de la que una niña de ocho años quiere salir corriendo, me mostró el tercero: un Allegro de Bach. Y para rematar los sueños de la infancia me indicó el lugar donde habitaba Mozart y un señor que con un apellido gordo dejaba salir gritos de dolor bajo la simpática pronunciación Pavarotti. 

Abocada por los nervios y el síndrome de abstinencia que me producía escuchar una música que no podía cantar, huí de sus explicaciones y creencias. 

Decidida, como puede firmarlo en sus promesas una infante con menos de una década de experiencia en la vida, marqué en mi destino que el camino musical que seguiría de parte de mi familia sería el de mi madre. 

Empecé entonces a aprenderme las canciones de Los Bukis, Camilo Sesto, Amanda Miguel, Paloma San Basilio y Sandro. También algunas populares, de esas que doña Luz Elena (mi mamá) decía que eran las mejores para “voltear tapetusa”. Llegaron entonces Helenita Vargas, Los Visconti y Los Chachaleros. 

En circunstancias en las que todos hablaban de libertad, mi padre no se resignó. Decir que no escuchara esta clase de música, allí donde todas mis tías decían que sí, conllevaba a un riesgo que él (Ernesto) no estaba dispuesto a correr. Se vio obligado a crear un plan. 

Bajo una declaración de principios básicos de tolerancia se dedicó a observarme. Una toma de posición que le gastaba largas horas mientras me miraba cantar con un despecho no correspondido para una edad en la que era inmune al desamor causado por los hombres. 

Cuando decidió abandonar la carrera etnográfica ya había encontrado un hallazgo. Además de realizar imitaciones románticas en la sala de mi casa en Rionegro disfrutaba de unos cuantos programas de televisión y de ir al matiné dominical del Teatro Los Héroes. De ambas actividades me animaban dos cosas: los cuentos y las princesas. 

Toda enseñanza es el invento de una ruta propia de vida. Y fue así como mi padre terminó sus mañanas y noches viendo Cuentos de los hermanos Grimm y el Narrador de cuentos en Frecuencia Latina. También dedicó algunos domingos a esperarme en la salida del teatro que aspiraba a ser la primera sala de cine de mi pueblo. 

Diseñado el plan, solo era necesaria su ejecución. Y un día me sorprendió con una suerte de clase de baile para princesas. En una sala llena de porcelanas (mi madre siempre ha tenido el vicio de coleccionar cositas) simuló un castillo y dentro del enorme palacio, sonó la orquesta. Él, “papá rey” y yo “hija princesa” ensayamos los bailes que vendrían en la fiesta. 

Sorpresivamente los bailes salieron de los mismos cinco casetes que con la palabra favorito me había mostrado meses antes. Tchaikovski, Strauss y Bach volvieron a retumbar en mis oídos. Esta vez con una forma más clara: “la música que bailan las princesas”. 

Entre los vals y las fiestas imaginarias configuré todo un universo de movimientos torpes y princesas rebeldes de ojos tapados y gafas gruesas que a veces se volaban para escuchar guascas en una cantina. Construí un mundo en medio de la tolerancia musical. 

A los 10 años, ya encaminada en unos intereses musicales más profusos, mi papá me entregó la estocada final. Con la Fantasía de Disney me prometió un castillo lleno de melodías. Ese día empecé a amar a Bach y a Tchaikovski, los dos primeros de la lista que Mickey dirigía en ese, entonces, cielo de emociones. 

También me obsesioné con conocer el reino de Disney. Pero, nunca pudimos ir. A “papá rey” lo habían deportado del paraíso gringo por estar trabajando de inmigrante. “Hija princesa” era muy pequeña y pobre para comprar un tiquete. 

19 años después decidí viajar en compañía de amigas de adolescencia para buscar la tierra donde bailaban las princesas. 

A los que me preguntaron por qué no me fui ni para Bolivia ni para México ni para Turquía, les diré que fui a Disney porque quería volver a bailar con mi padre. El rey, el príncipe, el único azul de la princesa rebelde. 


jueves, 21 de mayo de 2015

La mitad alegre, la mitad triste, la mitad indecisa de la vida

"Los amores pasados siempre ofenden a los amantes nuevos, por muy muertos que estén aquellos".
Javier Marías 


Creative Illustrations by Beatriz Martin Vidal

La tierra está llena de muertos. Y yo, hace mucho tiempo, me olvidé de recordar a los que aún siguen vivos. O, por lo menos, me olvidé de recordarlos con vehemencia. Muertos están y aunque es imposible anticipar una amnesia por conveniencia, sí puede predecirse un futuro por tranquilidad. 

La tierra está llena de muertos. Cadáveres que escarban en corazones suicidas. Muertos que punzan en la mente como las manecillas de un reloj que no quiere ver correr los días. Yo hace mucho tiempo los maté. Lo hice con sus agujas. Con su sangre. Con su medicina. 

La tierra está llena de muertos. Muertos que a su paso dejaron dolor y que a veces intentan discutir las acciones del olvido. Yo los maté con el exilio de mi cuerpo. 

La tierra está llena de muertos. Muertos de equina. Muertos en formas de señoras gordas. Muchachos en carros luminosos. Muchachas de cachetes redondos y sonrojados. Yo no puedo matarlos. 

La tierra está llena de muertos. Muertos que en forma de pasado atacan ilusiones en las esquinas. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Disfrazados de opinión

Por un derecho a la contradicción y una reivindicación propia con el ejercicio del silencio. 

Petra vam Der Lem

Las exigencias de reconocimiento que nos han impuesto las redes sociales para llevar una vida “influyente”, han convertido la opinión en un hecho más importante que la información misma. Referente básico del derecho a la expresión, la conjugación del verbo opinar debería exigirnos ejercicios de responsabilidad ciudadana potentes y en la actualidad poco practicados.

Está uno harto de escuchar – y ustedes aburridos de que yo lo haga – opiniones frente a todos los asuntos que transitan las esferas de la vida pública en Colombia.  

En este país, lleno de gente insaciable, la opinión ha comenzado a ocupar, en las agendas informativas, un lugar más privilegiado que la misma información. 

El hecho, como acontecimiento, se ha visto reemplazado por mensajes que, justa e injustamente (porque la carga nutritiva no depende de una balanza regulada) levantan veredictos similares al agua estancada, engendrando, como lo afirmaba el poeta inglés William Blake, “reptiles en las mentes”. 

Cruel, pero desgraciadamente cierto; salvo por el hecho de que expresarse libremente es un derecho constitucional, esta furia de “opinadores” rebasa las realidades del país, dejando a la opinión por encima de las víctimas, los grandes asaltos por corrupción y la negación de derechos tan importantes como la salud y la educación, solo por mencionar algunos casos. 

A veces bien informada, pero en su gran mayoría desviada por intereses políticos, religiosos y morales, esta acción se ha convertido en el todo de la participación ciudadana, dejando en evidencia que a veces nos conformamos con bastante poco.  

Irónicamente para el crítico en potencia, que desea al mismo tiempo tener la razón y darle un sentido de libertad al mundo, en Colombia las opiniones suelen aparecer en dos tonalidades: negro y blanco. Los colores del trópico desaparecen cada que alguien, superando el estereotipo, intenta cruzar una barrera que potencie el debate por encima del propio parecer. 

Sé es guerrillero o paramilitar. De derecha o de izquierda. Fajardista o en contra de Fajardo. Afirmativo o negativo. Heterosexual u homosexual. Libre o conservador.  Véanlo por ustedes mismos. Atrévanse a leer un foro de discusión en un medio de comunicación. ¿Lo han hecho? Si no lo han hecho cabe la posibilidad de que alberguen en sus mentes un poco de esa misma desazón que yo siento al ver una masa opinadora no solo polarizada, sino también desinformada. 

El ejercicio puede resultar más sencillo aún. Con un poco de tiempo para debatir, expresen sus opiniones en un muro de Facebook. En el caso de que sus palabras sean blancas, aparecerá el contradictor negro. Un proceso absolutamente normal y aceptable en nuestros días. Ahora, intente contradecir al negro y comprobará que la puntada final jamás logrará ser gris. ¡Jaque mate a la tolerancia! 

Sí, todos están por pulir, pensarán algunos. Pero, mientras tanto, la libertad de decir lo que se piensa desemboca en otras verdades: incómodas pero no por ello menos catastróficas. Expresarse y opinar, además de conllevar al ejercicio de un derecho que en muchas ocasiones puede resultar constructivo, también se está convirtiendo en libertad de acusación, violación del buen nombre y calumnia. 

También están los que se informan; pero que, en el fondo de la construcción, no levantan un andamio que conduzca a un país mejor: la búsqueda de un territorio con memoria. Como una excelente fórmula para ganar lectores incautos, eligen semana a semana la temática con mayor sintonía para expresar una opinión, lo que piensan. Es así como un columnista hoy puede ser una voz moral del aborto y mañana un juez que dictamina condenas en contra de los violadores de mujeres. ¿Contradicción o coherencia? Dos palabras en el ring. 

Opinadores de tendencia que marcan sus intereses en los termómetros de Twitter y de la palabra que ahora domina las agendas periodísticas: la indignación. Sin embargo, unos cuantos de ellos son originales.

El argumento, pues, debería conducir a ciudadanos formados en la información antes que en la opinión. Como un cordón umbilical, el opinador en potencia, que ahora busca radicalmente un reconocimiento, tendría la obligación de ser la persona más informada alrededor del hecho que entiende como parte de un proceso de escritura personal. 

No conlleva esto a una negación del derecho a opinar. Por el contrario, busca generar una reflexión sobre la predilección innata que tienen las personas a ejercitar este músculo del pensamiento. Una variedad frenética de colores y de formas que, bien direccionadas y sustentadas en unas bases sólidas que rebasen el capricho y la mirada personal, podrían llevar a la construcción de ese debate sano y público que muchos hemos soñado. 

Lo que emociona también confunde, y yo no confiaría el futuro de una construcción crítica en petulantes que aseguren con vehemencia el camino correcto al que se debe conducir el mundo. 

Si la moda, las tendencias y los medios de comunicación nos dan limones, no es nuestra misión hacer limonada. Yo de ustedes me prepararía para un momento bastante agrio. 

martes, 12 de mayo de 2015

Leer y el melodrama del ego

El metrónomo de la moda literaria parece estar en una posición de ataque. Leer, entre citaciones y adulaciones, ha dejado de ser una práctica para encontrarse con lo sublime y se ha convertido en la acción que conduce al camino perfecto entre la presunción y el ego. Lejos de lo que afirmaba Borges, vivimos un momento en el que más que un aprendizaje, tomar un libro entre las manos se ha convertido en un espectáculo.


Into the labyrinth
En la aurora de la vida leer no es un verbo que se configure en las pequeñas costumbres humanas. En los inicios de la infancia se engulle la vida con los ojos, pero no se manchan todavía los espejos del alma con la tinta que deja suelta el corazón.

La idea de leer un libro resulta ser una propuesta perfectamente habitable en un solo continente: el de la nada.

Tras las insistencias aparece la ruptura. Sin desgarro, una primera frase logra metérsenos entre las tripas y, con pasos livianos, consigue ocupar un espacio infinito que está esperando a ser saciado.

Aparecen entonces las primeras lecturas. El duelo asombroso de leer. Tímidas, se asoman indecisas las palabras, reclamando una presencia: letras de sangre, señales de soledad, frases para el pensamiento y oraciones para la muerte.

Se ha creado entonces el vinculo. La necesidad de leer. De alimentarse. De reconocer la palabra en voz alta. Una primera fractura del paraíso que luego se configura en el cuestionamiento del pensamiento. Nace el lector y en esa gran dicha desaparece la sombra de los albores del conformismo. Han llegado juntas la alegría y el espanto.

Con entusiasmo el lector deja el mundo para encontrarse con la soledad y, mientras más avanza en las páginas, más ahonda en ella. En un encuentro consigo mismo. Para ellos, el sueño.

Pero a veces, quisiera creer que poco; aunque sé que parto de un sueño equivoco, le ocurre algo a algunos lectores más numerosos, mucho más numerosos. Leer, lejos de convertirse en un encuentro con lo íntimo, comienza a habitar una frontera entre el ego y el conjunto humano que Mario Vargas Llosa llamó “la civilización del espectáculo”.

Como una dieta sin control, el alimento (para este caso la lectura) engorda y enflaquece. Es funcional; pero, constriñe el colón. Libre de grasas y al mismo tiempo también alto en calorías. Una casa invadida de basura hasta el techo.

El lector, aún lector, regresa a una infancia poblada de presunciones. Una enciclopedia vendida con buenos y malos libros. Se crea un muro entre los lectores y los demás. El cuestionamiento es ahora en contra de los privados de la tinta. Los privados del oro.

Eso que muchos consideran un sistema de castas acaba parcelando el mundo, creando seres intocables. Están los que leen y los que no leen. Sagrados los primeros. Despreciados los segundos.

Muros hundidos en la tierra separan a los devoradores de letras de los pobres que nunca tocan un libro. Una nueva clase de jerarquización social en la que los ricos no desean juntarse con el pueblo taciturno que consideran sumergido en la ignorancia.

Enamorar no es la opción. Ellos tienen el control. La fama, las citas y las palabras precisas en las reuniones.

Reconocer a un potencial lector es dar un salto para arrojarse a un vacío en el que salir de la vida subterránea del reconocimiento común resulta ser una amenaza en contra de la Tierra prometida.

Mírame. Escúchame. Léeme. Solo a mi. Un miedo infinito a la soledad. Al encuentro con la intimidad de la palabra.

En una vida amontonada y ahogada por los deseos de sobresalir, leer no es más que una acción para figurar en el abanico de los más admirados.

No sé si solo sea mi impresión; pero, la conjugación de esta acción debería sustituirse en un nacimiento. En un parto común como sociedad. En un camino de aprendizajes y de enseñanzas que nos dote de valentía para acabar con la parcelación del mundo. Con el reinado visceral de la presunción literaria. Acciones que nos permitan quitarle un libro a los que nunca leerán.


Un homenaje a los lectores insaciables. A aquellos capaces de vivir alejados de las convenciones.

lunes, 16 de marzo de 2015

Caídas libres. O renacimientos que emocionan

“Es en ese momento cuando se plantea el problema de la elección. Exactamente el problema de la vida. En ese momento sé que me va a hacer falta comenzar a tener confianza en cosas que me son completamente extrañas”. 
Nací, Georges Perec. 

Maria Pace-Wynters, compelling.

Mírame, mírame. Indirectas del silencio. 

¿Qué es un instante? ¿Un momento siniestro? ¿Una lenta caída para imaginar la perfección? ¿Por qué existen los instantes? ¿Por caprichos del tiempo? ¿Para encontrar un corazón palpitante? Sabemos muy bien que, la mayoría de veces, los instantes son caprichos del tiempo y que cumplen con un objetivo inútil, a veces peligroso, de hacernos preguntas sobre la validez y pertinencia de los recuerdos. Su función.

Pero, al fin, tarde o temprano, llega un momento para confrontar lo que llamamos la evidencia de lo imaginado. El instante deja de cumplir su función como tiempo breve, casi imperceptible. Lo puntual tambalea mientras se descarrila el movimiento. Ocurre la mirada. En síntesis la respiración. Respirar para vivir. 

Desde ese momento, todo se convierte en preguntas, preguntas sin respuestas. Interrogantes que destruyen, que buscan pruebas y que le dejan un delicioso sabor a la duda. 

Por otra parte, el interrogante comienza a validar la esencia de existir. Se abandona la interrogación destructiva. En vez de la verdad llega una deliciosa incertidumbre relativa. Ahora, la interrogación es vida, confianza, un optimismo que calma. Un intento por probar la realidad de una nueva identidad. 

Como un falso desaparecido que es, el falso rescate de un espía, el instante prueba la sonoridad metálica de una bala tranquilizadora. ¿Cómo puede tranquilizar una bala?, se preguntarán. 

Con el apellido de una prueba excepcional pero decepcionante: el borrador de huellas, el descuartizador de recuerdos, un maquillador de memorias, el asesinato de lo que no pudo ser. La esperanza alternativa de una nueva trampa. Una falta de lucidez que renace y que pone a prueba la inteligencia. 

Con una perseverancia carente de método el sentimiento vuelve a instalarse. Ahora, el instante no es más que un recuerdo que llega con el tiempo, con el espacio, con la muerte, con el círculo vicioso del amor. Al fin de cuentas ha encontrado un límite deseado. 

El amor, esa ilusión que tarde o temprano volverá a desvanecerse, es la prueba de esa búsqueda a veces infructuosa del instante. La consolidación de la mirada. El destino final de la inquietud. 

En forma de filigrana, se alimenta de las dudas: un juego con unas reglas sencillas. Un salto en el que la partida, al igual que la llegada, resultan desesperadamente complicadas. 

El instante, por fin, ha comenzado a liberarse. 

martes, 3 de marzo de 2015

Prevención que se desploma. Epistolares para desconocidos

“Haz brotar sangre al menos de mi herida, que estoy cansada de morir apenas”. Silvina Ocampo - Al rencor

Kemukujara

Hay momentos que no solo piden a gritos eso que llamamos interpretaciones lógicas, sino que también intentan inconscientemente dirigirlas en un camino que a veces es recuerdo y en otras ocasiones sentimiento. 

Nacidas del capricho las casualidades son un fenómeno comparable con una pieza de música que en un mismo escenario exige una perfecta combinación entre sonidos y silencios. Sin contar con el acto sensible, sobrenatural e inexplicable de enamorar al otro. 

En algunas otras ocasiones las casualidades también se parecen a los cuentos y a las novelas. A veces son buenas y a veces son malas; pero, en todo caso, son impredecibles. Se escriben húmedas o mojadas. Resultan memorables o dignas de un matrimonio con el olvido. 

El metrónomo de la razón no brinda entonces un intervalo lógico que permita explicar cómo y para qué suceden las cosas. Al final, en cuerpo ajeno o en habitaciones propias y compartidas, ocurre el azar. 

Por así decirlo, las casualidades se parecen a un proceso de creación artística. Y también tienen alguna semejanza con el fluir de las palabras. 

Mientras se está quieto, inmóvil y callado, aparecen unos dedos transparentes que  queman y que con voces enfermas retan cualquier asomo de inteligencia para explicar que la emoción es el resultado de una realidad completamente incierta. 

Infinitas casualidades han cambiado al mundo. Hallazgos, encuentros y desencuentros han logrado torcer el rumbo de las cosas. 

Miles de ellos pueden encontrarse en las páginas web que, por capricho y rating, retan la curiosidad de los incautos para consolarlos y contarles que ese palpitar del corazón que el absurdo destino depositó en ellos, fue un alma entregada sin previo aviso en otro espacio tiempo. A veces del pasado, en otras ocasiones paralelo y en algunas premoniciones  a futuro. 

En el mundo todo se mezcla. En el mundo todo se pega de todo y, mientras escribo estas palabras que escasean de control, imagino la vigilante casualidad de un encuentro cercano. 

Él, con ese duelo de un amor vivo. Ella, con ese pánico siempre adentro. Se ven, se toman, se ignoran y se olvidan. Días después se encuentran entre un vestido morado lleno de minutos. Juegan a entregarlo todo menos las respuestas acertadas. Se miran. Se sustraen. No esperan ni una sola palabra ni un solo día ni una vida demasiado sustraída. 

Por casualidad ahora bailan en esa misma impotencia eterna. Bajo la misma debilidad. Sumergidos en el mismo sueño que amontona agua sobre agua. 

Un día caprichoso de un año no bisiesto la casualidad se torea de frente para decir, con la fuerza de los perros, que el anhelo se ha convertido en una manera de estar en un mundo que hace el mundo más ligero. 

Por un falso amor, por una palabra o por un semblante, dos notas temblorosas improvisan, ahora mismo, una música radiante que caerá en el olvido. 

Mientras llega el abismo, pienso, esta vez en nombre propio, que entre los cortos minutos que han pasado desde el corte final, he tenido la mejor casualidad. Por no decir, con una voz desnuda, que la menos lógica en una eternidad no engañosa. Vos. 

miércoles, 28 de enero de 2015

Un mal amor, una mala poesía


“No deseo pagar por unas lágrimas en otro sitio que no sea un escenario”.
Robert Louis Stevenson, Apología de la pereza.


Mixed Media Art Original Painting By artist Misty Mawn

La sensación de temblor comenzó a sentirse en el dedo más pequeño del pie derecho. El mismo que 10 años atrás había sufrido una fractura en una carrera a muerte por un pedazo de galleta. Luego, recorrió las venas de abajo hasta arriba y se instaló en el cerebro para ser procesada en forma de una danza flexible. Pausada. Rápida. Cálida. 

Era lo que podría llamarse una propuesta inusual. Moderna para algunos. Atrevida para otros. Lo cierto del caso es que prendía del techo de la ilusión con una clase de quietud que dejaba a la deriva cualquier asomo de comprensión. Se hacía necesario reinventar la reacción y almacenar el sentimiento como algo soportable y eternamente normal. 

Ese último paso, el de la reinvención, le recordó cierta lógica ilusoria que se había prometido un día: amar y conocer. Con frecuencia solía inventarse ese canto para el alma. Decía que la misión del ser humano en la Tierra se reducía solo a la conjugación de esos dos verbos. Los demás, solían parecerle actos robóticos. 

Del primero esperaba la gloria, del segundo el éxtasis y siempre estaba buscando, con cierta curiosidad objetiva, cómo rodearse de más. Sabía de sobra que se necesitaban dos personas para amar. Y más de dos para conocer. Siendo, según ella misma lo profesaba, la sabiduría el último paso de ese eclipse terrenal.

Por eso le asombraba haber sentido una emoción visceral en el tránsito que vivió aquella propuesta entre la punta del dedo más pequeño de su pie derecho y su cerebro. Por eso, acosada por ese estado llamado sentimiento, tuvo que emprender un viaje mental que terminó en el abismo. No sin antes transitar por la inmortalidad de sus ideas.

Recordó entonces que, pese al cansancio, creía en el amor. Que de su paso por el alma disfrutaba desde el drama, hasta los celos  y las caricias; y que, sin considerarlo un orgullo, lo que quedaba de su espíritu y su carne, elogiaban aquella enfermedad sagrada capaz del nacimiento y la hecatombe en una sola puntada de los besos.

Esa sensación acalorada, que le trajo los mejores recuerdos, le hizo comprender su fulgurante, también deseoso, capricho de ser centro, reina y sol. Única. Si su vida había sido centelleante, el paso de su sombra por la soledad, también debía serlo.

Aquellos mismos recuerdos viajaron por los libros y las imágenes del cine. Sueños y pesadillas semejantes a una realidad que se mira desde una butaca, como si se fuese el único protagonistas. El único espectador.

¿Qué sería de la vida sin ese descalabre que llaman amor? ¿Dónde estarían las pinturas, los cuentos, las canciones, las novelas? ¿Existirían las cartas de los suicidas? No podríamos leer los diarios nunca más.

Su vida, como la tragedia más sublime, no sabía de otra cosa que de amar y en el camino y la inquietud por el conocer, decidió dejarlo todo atrás y descender al infierno bailando.

Luego, se entregó caprichosamente a los terrenos de la nada.

lunes, 5 de enero de 2015

Los embargos de dios

“El miedo y la atracción están íntimamente ligados”. Machine, Peter Adolphsen.

Me encantaría saber de quién es la imagen, pero no sé. 
Existe una contradicción palpitante que habita entre el miedo y la culpa. Derivadas de pasiones ocultas, ambas, suelen relacionarse en síntomas comunes que conducen, de alguna forma y tarde o temprano, al remordimiento.

El miedo, inarticulado, se traduce en palabras y movimientos torpes que amenazan con una conducción apresurada al abismo. La culpa, articulada a costumbres y ritos inducidos por la historia, trae consigo caudales de lágrimas que se alojan en el mismo lugar donde los enamorados dicen tener un nido de mariposas. 


Si decidiéramos ponerle rostro al miedo, se taparía la cara con las manos. Se fundiría con cálculos de complejidad logarítmica y acabaría por pegarse un tiro en el corazón bajo el único pretexto de emprender una huida irremediable. 

El miedo siente náuseas frente a las premoniciones cumplidas. Se disculpa frente a la ciencia y está alojado en el interior de nuestro cuerpo. A veces, también se tiende sobre los prados, las aceras y en algunas ocasiones escala hasta las nubes. 

Las palabras mayores afirman que no tenemos la culpa de sentirlo. Para los que más conocen nuestro cuerpo (no son los dioses ni los amantes, son los científicos) el miedo es una reacción natural ante el peligro. Tal vez, el peligro de amar. 

Sugieren que se manifiesta en una sensación desagradable que se pasea sin pedir permiso entre el cuerpo, la mente y el alma. Puede producir desde ataques de ansiedad hasta parálisis frente al terror. Un cuento perfecto para David Lynch. 

No obstante, cuando se carece de fe en la normalidad, los dioses de laboratorio dejan en el eco una esperanza: el miedo es saludable y necesario. Se presenta como un mecanismo de defensa que obliga a los seres "pensantes" a actuar. Es señal del a veces torpe y equivoco sentimiento irracional de supervivencia que nos clasifica en la penosa categoría de humanos. 

El miedo, ha quedado salvado. 

Acompañada de una oreja sangrante y de una mano que surge de una tumba transformada en mosca, aparece la culpa. Sin forma esencial, inclinada, sórdida y morbosa debilita el alma con hazañas técnicas y pirotécnicas. 

La genealogía de la moral afirma que la culpa es un invento judeo-cristiano. ¿Psicología de la conciencia? Contradigo. He visto a cientos de ateos o agnósticos, como se quieran rotular, sentir culpa en el fondo de su estómago. Culpables del no y del sí. 

Dios (mayúscula heredada por capricho de la gramática) embarga sus pensamientos en forma de chocolatina, una jugosa carne sangrienta o un hábito mal adquirido. 

Culpamos, señalamos, juzgamos, aconductamos, imputamos, actuamos, descuidamos, omitimos, vulneramos, manipulamos, obligamos y torturamos de la misma forma que conjugamos el verbo vivir. 

La culpa, ese demonio que se esconde detrás de un sombrero, está presente y apadrinada por la religión, el derecho (a veces por consecuencia el Estado), la psicología y la educación. Es un innegable mecanismo de control. 

Nos condenamos. La culpa, no se ha salvado. 

Quizá en eso radique la verdadera conservación de la especie, en perpetuar la culpa hasta la regeneración de los humanos. Dejar que las heridas almacenen obsesiones y se escondan en laberintos de angustiosa diplomacia. 

Hoy el miedo tiene cara y a la culpa no le pasan los días.