jueves, 22 de noviembre de 2012

La suerte de la fea


Jesús Betz

A los seis años tuve mi primer y tal vez único admirador. Se llamaba Sebastián y tenía problemas en sus oídos y en su mentón, por lo cual usaba un par de audífonos y una mentonera. Como si tanto armamento junto no fuera justo, también tenía gafas. Lentes grandes, lentes gruesos y empañados, como los míos.


Para aquel entonces me habían descubierto una enfermedad visual que, 20 años después, me sigue acompañando: ambliopía. Se le conoce más como la "enfermedad del ojo perezoso" y básicamente se traduce en que no veo por mi ojo izquierdo.  

También tiene consecuencias físicas. Cada detalle quedó consignado en el álbum de fotografías. Un ojo tapado, para mi caso el derecho; un ojo bizco, para mi caso disimulado; y unas gafas grises. Lentes grandes, lentes gruesos y empañados, como los de Sebastián.

La combinación era perfecta."El sordito y la cieguita". El inocente amor pasaba por carreras de carritos, reinados en los que yo era la única reina y pequeñas cocinitas. A veces, nos dejaban salir con otros niños; pero al rato, luego de una amenaza de ruptura de gafas o secuestros extorsivos del audífono de Sebastián, volvíamos a estar solos, en un garaje de una casa en Envigado.

En el año 93 una alergia me exilió. Me sacó del mundo de Sebastián. Siempre he tenido una extraña enfermedad producida por el ambiente. Eso incluye el clima. Mi mamá dice que cuando nací no me pegaron palmadita en las nalgas, cuenta que estornudé cuando ví el mundo. Alergia a la humanidad, supongo.

Pero las alergias habían aumentado. Los estornudos tenían una relativa frecuencia y se presentaban en secuencias de hasta 17 sonidos de salud. La recomendación del  alergólogo fue un clima más templado, menos caliente que Medellín y por cercanía con la familia, mi mamá escogió Rionegro.

Nunca más fui afortunada en el amor. Cuando cumplí 9 años un niño me regaló una flor. Era negrito, también tenía gafas y su boca estaba llena de alambres. Un año después uno me regaló una credencial. Se llamaba Juan Carlos, era hiperactivo y las señoras del barrio decían que había quemado la ropa de su mamá. Nadie lo quería tener cerca.

El bachillerato lo hice en Medellín. Sexto, 1997, fue un buen año. El oftalmólogo
consideró prudente quitarme el parche del ojo, el tratamiento de la alergia había
funcionado y aunque usaba gafas (todavía las uso) y estornudaba de vez en cuando por cuenta del polvo o de los climas extremos, tenía una vida medianamente normal. Estaba preparada para recibir al Príncipe Azul.

Pero, como bien lo dicta el cliché, el destino ya estaba escrito. En el amor, mi futuro sentimental se traducía en un extranjerismo: freak.

Entregué mi primer beso a los 12 años y debo considerar que no fue traumático. Luego vinieron el orejoncito, el que era medio bobo y el aventurero, al mismo que mataron cinco años después. A los 14 años me pusieron frenillos y unos meses después de haber recibido el armamento apareció mi primer modelo. Moreno, alto, seguramente su cara de adolescente tenía acné (no lo recuerdo), estudiante del Colegio Militar y Brigadier del grado noveno. Jamás olvidaré que el día en el que intentó darme un beso, le pedí permiso para quitarme "los frenos". 

Considerar cada uno de los defectos físicos o comportamientos extraños con que llegó el paquete de hombres posterior, sería una tarea titánica. A veces me acuerdo del depresivo, del artista, del que hablaba solo en las calles, del gago, del que era muy bajito para estar acompañado por una chica de estatura normal y hasta del seminarista tentado por un camino menos celestial.

Me demoré mucho para tener un "novio", con presentación propia y agarres de mano en las calles. El primero llegó a los 17 y de ahí en adelante la vida amorosa ha resultado relativamente estable. Aprendí a llorar, a moverme en la cama, a ratos a odiar, a hacer shows, a compartir libros y películas, aprendí a amar.

A veces me siento a pensar si la tendencia freak desapareció. Pero no. Aunque el patrón selectivo de historias no usuales se balanceó con un par de modelos, expertos conocedores de endurecimiento de tríceps, 60 piscinas al día y pasarelas de marcas internacionales; en mi corazón se quedaron guardados el suicida, el que se demoró para hablar hasta los cinco años, pero cuando lo hizo ya leía; el que se cayó de un cuarto piso y al que le compusieron una canción por tener un cachumbito en la frente, el mismo que le tapaba su cicatriz de Frankenstein. Una suma considerable de características sobrenaturales.

Aunque mi caminar por las calles es desprevenido, de vez en cuando se me activa el erótico gen freak. Tengo una amiga a la que miran los extranjeros, otra a la que todos miran y una que los mira a todos. Si alguna de ellas dice, "Perla, cotizona", la adivinanza es sencilla: hombrecillos flaquitos como las escobas, pelitos tupidos como los nidos de un pájaro, generalmente gafas, formas de caminar particulares y un libro o un artículo tecnológico debajo del brazo. Encantadores.

Si es ñoño o freak, me mira, repito en diferentes círculos sociales. Supongo, que en esa tendencia se traduce esa suerte de la fea.