domingo, 4 de septiembre de 2016

El azaroso arrepentimiento

“Nunca preguntes el camino a alguien que lo conoce, porque entonces no podrás perderte”. 
Rabí Najman de Breslav, cuentos. 

Rocío Caballero 
Me acuerdo de que, la noche antes de la primera conversación, él y yo habíamos hablado de la eternidad. Era complicado: mientras sus ojos, selvas oscuras, hacían el único voto que un no creyente puede hacerle al infinito; los míos, víctimas del gusano de la conciencia, negaban una proyección que fuera invisible a aquella que solo los ojos conocen.

Pese a todo, las cosas podían arreglarse. Conversábamos en las memorias de otras noches, repasábamos los momentos que habíamos encontrado. Mirábamos el futuro sin tener acceso a lo absoluto… ¿y qué pasa si las historias no vuelven a cruzarse? Podíamos seguir siendo amigos. Todo parecía claro; sin embargo, era triste. 

Presos de un flechazo en el que ambos parecíamos encontrar interés: la conjugación del verbo ignorar, seguimos con nuestras vidas. El don de permitirse vivir sin culpa y sin prisa. Cenábamos en la oscuridad. Fumábamos, bebíamos y reíamos. Hacíamos el amor en las tardes, en las noches y en las madrugadas. Hacíamos el amor a contratiempo. El mundo tenía la suerte de habernos encontrado y no nos conformábamos, deseábamos más. 

No sabemos bien en qué momento la eternidad volvió a interrumpirnos. Pudo ser un miércoles. También un viernes o una mala idea para un sábado. Él se encogió de hombros. Yo también estaba harta. Mentíamos por omisión y en un silencio cómplice decidimos ignorar otras presencias. Apareció entonces la costumbre. Nunca nadie es tan “perfecto” como para excluirla de las demás opciones. 

De la mano de la instalada y solitaria tradición, sin intento alguno por razonar, se situaron otras preguntas. Algunas de ellas ya respuestas. Otras, con una pronunciación casi evidente. 

- “¿Podrías serme fiel toda la vida?”, me dijo. 
- “No”, le respondí. “Podría serte leal”. 

Sin sorpresa alguna, cerró sus ojos. Le expliqué pacientemente cuánto lo amaba y por qué las promesas no había que burlarlas.  

- “La desilusión no es más que el producto de una gran expectativa”, le dije. 

Aunque le costaba aceptarlo, sabía que toda promesa emocional traía consigo un fracaso. Guardó entonces silencio y se entregó al camino de la aceptación. O mejor, al de la incertidumbre y la búsqueda de una respuesta que luego encontraría en un vago recuerdo de la mujer a la que un día, por primera vez, amó. 

- “Fidelidad a las pequeñas cosas”, fue su única conclusión. 

Pasaron los días y, como fantasmas de una sonrisa, llegaron las dudas. Posadas en una rama desconcertante, de lógica quebrantable, reinaron con ellas los deseos físicos y químicos. Los apetitos concretos. 

Como las fórmulas matemáticas fueron calculados y ejecutados entre la sólida Tierra y un reino animal de posición ventajosa en el universo. 

Se hizo entonces el deseo rápidamente. Se hizo compulsivamente. Se hizo deliberadamente. Pero, sobre todo, se hizo vagamente.  Se hizo el deseo por compatibilidad de caracteres, por pedazos de pixeles, entre canciones que evocaban el principio de un viaje que no llegaría a un final. En última instancia, se hizo el deseo, lastimosamente, ilógicamente. 

No se regularon pasados ni creencias. Pero sí se sacrificaron individualidades deseadas. Se declararon principios de no satisfacción. Quedaron en evidencia murmullos de otras camas. Ojos reclamantes, denuncias de villanos y determinaciones no serenas. Como consecuencia de un deseo liberado entre las páginas de un libro que todos leían, llegó el arrepentimiento. 

Como si se tratara de tiempo drogado, intento recordar qué pasaba mientras tanto y, en la medida en que la cinta avanza, también trato de olvidarlo. El arrepentido carga con la influencia de los vastos y abrumadores sistemas que imponen la culpa. 

Volvieron los días de calma y con ellos las palabras inconclusas. En el agua de nuestros ojos, pozos simbólicos, reinaron las impresiones y las verdades. En su imaginación, fui libre. Pero, dentro de mí, esa incontrovertible estructura cósmica, fui tonta. Estúpida e imperdonable. Una geografía indagada que, en la incapacidad de utilizar palabras, no quisiera volver a explorar. 

Aún no existen las promesas entre nosotros. Y no existirán. Ausentes  de poemas y de verdades, seguimos nuestra vida centímetro a centímetro. Hablamos de quedarnos en la cama, lejos de los llamados del mundo. De amarnos, místicamente entrelazados, de amarnos más allá de las convenciones. 

… Pero la vida, no tiene finales redondos y ahora su teléfono no para de sonar.