viernes, 29 de agosto de 2008

Ese ruidito que se me mete por las venas


“En verdad, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco”.
Piotr Ilich Tchaikovsky


La vida es un conjunto de melodías y eso se descubre desde el primer momento del nacimiento. Cuando la palma de la mano del médico se deja caer sobre la piel húmeda del infante un fragmento de tiempo se detiene y deja relucir durante una milésima de segundo un sonido pleno que se articula con la bienvenida al mundo. Aclaración: el sonido siempre desemboca en llanto.

En mi caso descubrí la música de una forma diferente y quizá mi extraña configuración melódica se deba a que cuando nací el sonido de la palma no reposó sobe mis caderas y, en cambio, fue reemplazado por un estornudo que dejó como eco una alergia perpetua.

De ahí en adelante, más por invención que por recuerdos, fingía escuchar canciones de cuna y me deleitaba con los sonidos de las guitarras. Desde que nací, por sintonía de mis padres, escuché eso que los pasaditos de 40 años llaman “música de cuerda”.

Aunque para muchos sea una razón de burla mi infancia estuvo marcada por la presencia de grandes personajes de la música popular y dos de las madrinas que me consintieron y cargaron entre sus brazos, como si fuera una promesa que se les resquebrajaba entre las manos, fueron las hermanas Gaviotas y las Hermanitas Calle.

Las Gaviotas son famosas en Medellín por sus canciones de despecho y desamor y Las Calle se han ganado la inmortalidad gracias a su singular éxito ‘La cuchilla’, de hecho esa fue la primera canción que me aprendí en la vida y sin conocer aun lo que era el dolor causado por el desamor ya entonaba a grito herido que “si no me querés te corto la cara con una cuchilla de esas de afeitar”, y de paso me imaginaba como era dar puñaladas el día de una boda, arrancar un ombligo y matar a una mamá.

A los tres años me regalaron la que para los que me prometían un gran futuro sería mi primera guitarra, en realidad no era una guitarra, era un requinto que todavía existe. Ambiguamente aprendí a tocar la guitarra a los tres años, digo que ambiguamente porque ahora, 19 años después, pese a que me declaro una gran enamorada de la música, no soy capaz de tocar ni una pandereta con ritmo. Con esta primera guitarra, aprendí a tocar otro éxito que ni cual competencia a un Pedrito Fernández de generación tardía, sin pronunciar aun la ‘rr,’ se dejaba caer en lo que más que un canto parecía un sollozo que decía: “Desde el día que te fuiste jarretona, me duele el buche de tanto suspirar, ya no me aguanto esta vida hijueperra y hasta petróleo he tomado pa’ olvidar, estoy ojihundido, en los meros huesos, todito culiseco de tanto llorar y vos jarretona, echando barriga durmiendo con otro y burlándote de yo”.

Pronto me convertí en el atractivo familiar y no había reunión alguna donde no entonará uno de mis éxitos, dice el mito que la gracia que me poseía era tan particular que en algún momento pensaron en llevarme a ‘Sábados Felices’ a contar chistes o a cantar canciones. Enhorabuena el deseo no se convirtió en realidad.

Como nos pasa a todos los seres humanos después de los seis años empecé a perder la gracia y por más que me esforzaba ya no era lo mismo. Mi camino por la "música de cuerda" se detuvo e inició un nuevo proceso. Esta vez, a la mexicana, me aprendí todas las canciones de Ana Gabriel, muchas veces los niños crecemos con el despecho de nuestros padres pegado de las venas y clavado en el corazón y eso me pasó a mí, siempre me gustaron las canciones tristes que hablaban de penas de amor.

A eso de los nueve años intenté con la flauta. Pero parece ser que tras ‘La jarretona’ la música quedó vetada para mí y nunca más aprendí a tocar otro instrumento. Sin embargo, el paso por la flauta fue significativo, aprendí a querer la música clásica, la ópera y a vibrar cuando escucho a mi clásico favorito, el ruso Piotr Ilich Tchaikovsky; así mismo, desperté un gusto que aunque no es de experto, si es de regocijo por la ópera.

A eso de los once y doce años, cuando es uno quien realmente empieza a construir su propio universo musical, empecé a interesarme por los Fabulosos Cadillacs, luego aparecieron los Héroes del silencio y cerraron la etapa depresiva, en esa que uno se siente lo peor y busca un mecanismo de diferenciación, Nirvana y Radio Head.

Obviamente, gracias al entorno que me proporcionaba el colegio conocí el ragga, el merengue, el vallenato y la salsa. Finalmente, me quedé y me sigo quedando con la salsa.

A los quince años, por una novela descubrí la que hasta ahora, en materia musical, ha sido mi objeto fetiche, el flamenco. Si mal no le recuerdo la novela se llamaba ‘Amor Gitano', esta me acercó al sonido de la tristeza y de la alegría que produce escuchar una guitarra que se acompaña de palmas, cajas y castañuelas. Así fueron llegando Camarón de la Isla, Niña Pastori, Paco de Lucía, Tomatito, Remedios Amaya, José Merce y Falete.

Entre rock, flamenco y algo de música clásica fue transcurriendo mi vida. Luego empecé a escuchar música electrónica y ritmos nativos, los cuales me enloquecen. Todos sin olvidar el amor que por mi padre heredé hacia el tango y que por mi madre obtuve de la música ‘romántica’, esa que nació y creció conmigo, todos los días, antes de ir a la escuela, a las 7 de la mañana, en una voz gruesa que pronunciaba con eco: “La voz de Colombia”.

Por esta y muchas otras razones amo la música y en muy pocos casos selecciono con odio o desprecio, el corazón me salta de una forma similar cuando escucho un arpa llanera a cuando percibo una gaita o un travieso bandoneón.

Me enloquezco con un vallenato viejito bien cantado, me tomó un aguardiente doble con un éxito de los Visconti, me bailo un tango, brindo con vino por ‘Una furtiva lágrima’ de Pavarotti, le salto al rock y dejo caer mi cuerpo como un zombi al ritmo de la electrónica, eso sí suavecita. Cierro la noche con un tequila gritando con el corazón en la mano como lo hace Chavela Vargas.

Para mí, en este extraño universo que la vida ha construido y yo he terminado de pulir, vale tanto un clásico roquero como el dolor de Julio Jaramillo por un amor perdido o el deseo de quitarle a la vida esos cinco centavitos de felicidad, en nuestros pueblo, como ya lo ha dicho Daniel Samper, si la guerra nos separa la música popular nos une.

Amo la música, ese ruidito que se me mete por las venas, el arte de la humanidad, los sonidos de la subjetividad, la convergencia del espíritu con lo eterno y lo predecible, como la ópera, la música es ‘El cazador furtivo’ de lo posible y lo imposible.