lunes, 3 de diciembre de 2012

La cantinera de la muerte

Foto: Catalina Hernández
Durante 15 años Solina, una mujer campesina del Oriente antioqueño, se dedicó a recoger, arreglar y velar en la sala de su casa, a los muertos que iban apareciendo en la vereda en la que vive. 


Foto: Ronal Castañeda

El día en que la guerrilla mató a  Albeiro Ceballos Gallego, su prima,  Esther Solina Castaño Gallego, selló con una bendición la promesa de no volver a arreglar un muerto. Fue un martes 26 de noviembre de 1996 y en esa madrugada entendió que la guerra también era con ella.

Cuando lo estaba bañando en la cancha, con una manguera verde que consiguió prestada y que conectó en la canilla del baño de su cantina, vio que de uno de los bolsillos del pantalón salieron tres cosas, las únicas que le habían dejado: un condón y dos fotos de documento; una de Luz Elena, su hermana, y la otra de Perla, su única sobrina.

La noticia del asesinato la recibió a las tres de la mañana. Estaba dormida y como era costumbre tocaron la puerta de su casa, un conjunto de obra negra, que levantó juntando los pesos que le dejaban las lavadas de ropa, y que se divide en tres piezas, la cocina, un patio y una sala en la que se velan o velaban los muertos que, ya fuera por machete, bala o puñaladas aparecían en las trochas que rodean el caserío de Corrientes, un corregimiento de San Vicente de Ferrer, al Oriente de Antioquia.

“Soli, mataron a Albeiro. Lo encontraron en el puente de La Magdalena, por el lado de la represa”, le dijo Pastrana, un hermano del “difunto”, como acostumbran a decirles los campesinos a los muertos que fueron cercanos. Ella se puso una sudadera, un buzo y salió para El Plan. “Abrí el kiosco y aunque no bebo, me tomé un aguardiente doble. Aunque había arreglado a la abuelita, era el primer muerto de la familia que me dejaban tendidito en el piso”.

Todavía tiene las imágenes frescas. Le pegaron tres tiros. Uno en la frente, otro por la espalda y uno en la rodilla. “Yo creó que Albeiro se iba a volar y por eso le pegaron un balazo en la rodilla, la misma bala que salió mientras yo le tiraba agua de la manguera. Le cogí duro la mano, le dije que no me fuera a apretar y cuando le iba a lavar eso por allá, miré para otro lado, por respeto”.

Lo secó, le metió una tusa de chócolo por el recto, “para que no se vaciara mientras llegaba al pueblo”, y lo vistió con la mejor ropa que tenía, la misma que le había bajado tía Rosa, desde la casita de barro que se veía cuando se miraba para arriba del kiosco.

Después de Albeiro vinieron 30 muertos más. A unos los mató la guerrilla y a otros los mataron los "paracos". Todos campesinos. Todos inocentes, según relatan las lágrimas de sus familias.

De esos Solina solamente fue capaz de arreglar a su primo, los que vinieron después, solo los recuerda por las cruces de madera que se le atraviesan por el camino. Ya ni siquiera existe la cruz, llena de piedras, que habían marcado los estudiantes del colegio con el nombre de cada una de las víctimas, sus víctimas, los asesinados entre 1996 y 1997. Fue arrasada por las máquinas del acueducto de EPM, por una promesa de desarrollo.

Los habitantes de los 150 ranchos que tiene Corrientes, todavía se preguntan por la causa que volvió cobarde a “Sol”, como le dicen sus hijas para evadir la “terrible” clasificación civil con la que se le rotuló el día de su nacimiento. Ella, una mujer de ojos pequeños y achinados, a la que le gusta pintarse el pelo y los labios de rojo, una de las siete cantineras que tiene ese pueblito que parece sacado de un cuento de Manuel Mejía Vallejo, solo dice que “fueron los años. Me volví cobarde”.

El arte de arreglar muertos, porque así lo considera, no lo aprendió de nadie. “Fue algo que me nació porque me daba pesar verlos ahí tirados y que nadie los recogiera. Podían pasar hasta dos días y del pueblo nadie venía”. Luego  se enteró que su padre, Adam Castaño, quien la abandonó a los 12 años, ejerció este mismo oficio por más de una década.

Gracias a esta labor, solidaria para Solina, necesaria para el municipio, los inspectores del pueblo la capacitaron y le dieron permiso de hacer algunos levantamientos. "También querían que firmará las actas, pero me daba miedo hacerlo porque luego me cargaban un muerto".

Por sus manos pasaron varios difuntos, más de 15, a unos la "pelona" les llegó de forma natural, a otros como producto de una obligación humana. A unos los veló en su casa, a otros en esos pequeños ranchos que adornan las montañas de esta Antioquia, que a veces es verde, que a veces es roja.  "Yo hasta pierdo la cuenta y me toca hacer memoria para acordarme de los nombres”.

Los que más recuerda son Joaquín Suárez, quien murió luego de una pelea en la que le pegaron 34 machetazos. Esmaragdo Quintero, al que le dieron varios balazos y Claudio Suárez, el inspector del Corregimiento, el primer muerto que le dejó a Corrientes el enfrentamiento entre “paras y guerrillos”, el mismo conflicto que años más tarde retuvo por varios días, en diferentes ocasiones, a su hija menor, Sandra.

"Ella sabe cosas de enfermería, ha hecho cursos. La citaban en un puente, le ponían una bolsa en la cabeza, y agarraban para el monte con ella hasta tres días". Sandra dice que la ponían a curar heridos y cuando se le pregunta por el grupo armado al que pertenecían dice que eran de ambos bandos, pero que los de botas plásticas eran menos agresivos que los otros. "Saber poner una inyección me salvó la vida".

Durante casi tres años, entre 1999 y 2002, Solina vivió como desplazada en Medellín. "Nunca pasé necesidades porque mis hijas y mi hermana viven allá. Ser desplazado es como si uno fuera pobre, pero, si yo me pongo a ver, aunque no fui pobre ni estuve en un semáforo pidiendo, a mí me sacó fue la violencia. Por eso era desplazada".

En el año 2002, luego de un retorno en chiva que organizaron otros de los que se habían ido, Sol decidió volver al pueblito. Para justificar el reproche que causó la decisión entre su familia, solo dijo que Corrientes necesitaba alguien que vendiera aguardiente y que se riera bien duro, como ella.

Volvió. Abrió otra cantina, que ahora también es billar, papelería y granero y desde hace 10 años, vive de nuevo en ese lugar que la vio crecer, el mismo que ahora relata varias historias de violencia en paredes y casas abandonadas. Muros con huecos profundos, cicatrices que parecen las huellas de una varicela.

Hace unos cinco años le ofreció disculpas a Dios por incumplirle la promesa y arregló un muerto más. "Lo hice porque no era de la violencia". El cadáver era de Elenita, la mamá de Belén Pulgarín, una de sus amigas de la infancia. Después, volvió a ponerle sello a su promesa, con una bendición, bajo un juramento.

Aunque vivimos para cortejar la muerte, Solina repite a diario, con la ilusión que solo puede dar un deseo muy grande, que quiere morirse antes que toda su familia, que no sería capaz de tocar el cuerpo de uno de sus familiares cercanos. "Ahora, yo solo quiero que me entierren".