jueves, 18 de octubre de 2007

Hasta siempre seda




“Todas las historias tienen una música. Esta tiene una música blanca”. Ese es uno de los comentarios que más me llama la atención de todos los que he leído sobre el libro Seda de Alessandro Baricco. Esta, mi propia historia de seda, además de tener música tiene un sabor, un sabor agridulce.

Me desperté. Estiré las piernas y las manos y me dispuse para conocer la seda. Acababa de llegar a Anserma, un municipio del departamento de Caldas que se vende ante los libros de reconocimiento mundial como ‘La capital colombiana de la seda’.

Una y mil veces había recordado los recorridos de Hervé Joncour, protagonista del libro de Baricco, y había imaginado mi propia ruta de la seda. Las curvas de los gusanos, el proceso. La suavidad del producto terminado se deslizaba por cada uno de los poros de mi rostro hasta llegar al cuello. Allí, justo en ese punto, la seda se detenía.

El reloj supo marcar mi decepción. Fueron más las arenas derramadas a la hora de estirar mis piernas, que las necesarias para defraudarme y saber que, por lo menos en esta oportunidad, tenía que darle un adiós prematuro, frenado e inesperado a mi encuentro con la seda.

En Colombia y debo imaginarme que a lo ancho y largo del mundo, los pueblos celebran con fervorosa tradición sus fiestas municipales. Muchas de estas se hacen alrededor de un servicio, un valor, una tradición o un producto característico que los hace únicos e irremplazables frente y ante sus competidores.

Anserma no es la excepción y celebra las fiestas de la seda ¿Cuál es el precio? La inocencia de muchos que como yo ven en el oficio de cultivar seda una imagen romántica. Anserma no es ‘La capital colombiana de la seda’ y mientras se recorren sus calles lo único que se puede ver, que se le asemeje a la seda, es la piel delicada de una mujer provinciana o la camisa de ‘chalis’ que se deja caer del hombro de aquel campesino que fue a vender su oro.

Al preguntar por la seda los lugareños lucen asombrados y cuentan una historia real y concreta, incluso menos romántica, sobre el mito que los ha dado a conocer en Colombia. A un Alcalde se le presentó la oportunidad de concretar un convenio con inversionistas japoneses. El convenio era para cultivar seda en las fincas aledañas a Anserma, con este negocio el mandatario llenaría sus bolsillos de dinero y le daría a los ansermeños un motivo reforzado para sentirse orgullosos de su tierra.

El convenio se cerró, las firmas fueron delineadas y, cuentan algunos, que hasta los japoneses estuvieron de visita en el pueblo. Desde ese momento en Anserma se celebran las fiestas de la seda y hasta se elige una reina naciente del fino material.

En el segundo piso de la galería de la plaza de mercado del pueblo hay algunos comerciantes que se dedican al comercio de la seda, esto es lo único que sostiene el nombre de ‘La capital nacional de la seda’. En las demás calles, aceras, entradas y casas del pueblo solo queda el recuerdo de un Alcalde que vendió a su pueblo.

Luego de contar la historia de mi viaje, muchos de mis colegas periodistas responden con una sonrisa y hablan del gran artículo periodístico que puede resultar de esta gran mentira. Me pregunto cuántos pueblos más celebran fiestas sin razón de ser y se la pasan por el tiempo cautivando turistas sin más ni más que la ansiedad de sentirse reconocidos.

A mí, la verdad, no me importa ni me interesa el artículo periodístico, puedo ceder mil y una veces mi frustrada investigación. Mientras tanto sigo esperando el momento aquel en el que mi piel deje de ponerse de gallina y adquiera la suave textura de la seda.

jueves, 4 de octubre de 2007

De cosmo a banconauta caída de la luna







Una experiencia cósmica de cómo crecer sin morir en el intento. Nunca antes fue tan difícil tener cédula de ciudadanía


Ir a un banco, pasarse por una EPS o tratar de conseguir un trabajo nuevo siempre será una experiencia cósmica, cargada de estrellas y devoluciones espaciales que se pasean lentamente por un pensamiento insaciable de burocracia y pesimismo.

Mi cédula de ciudadanía se la debo a los regaños de mi mamá y a la necesidad de clasificación de la Universidad de Antioquia. Dicen que me hice mayor de edad a los 18 años, ahora tengo 21; pero, conforme pasan los días la realidad se encarga de estregarme en la cara que todavía soy una niña.

Busco la explicación en mis piernas cortas, los dedos delgados, mi apariencia ‘bonsaica’, una reducida huella digital y la compota con la que me alimentaron en mis primeros días de vida. Tampoco la encuentro.

Recientemente tuve un problema con mi cuenta de ahorros en Bancolombia. Me están sacando 1.500 pesos por retiro más una comisión por IVA. Yo sé que no soy la primera persona en el mundo que se queja de los servicios de un banco, pero si estoy segura que casi una de las únicas que tres años después de tener cédula de ciudadanía sigue siendo para el banco una menor de edad.

Para Bancolombia soy una banconauta, lo cual significa que aparezco en las bases de datos bancarias como una menor de diez años que tiene entre sus beneficios: chistes, laboratorios, álbum de estampitas y un retiro gratis una vez al mes, los demás los cobran.

A la entidad bancaria he asistido en tres ocasiones para hacer el cambio de tarjeta de identidad por cédula de ciudadanía; pero, para el banco sigo teniendo nueve años. Cambiaría los chistes, el laboratorio, el álbum de estampitas y encimaría una biblioteca virtual con tal de tener una cuenta de ahorros que hable de mi situación de empleada, proletaria, esclava y que no me haga quedar como una niña de nueve años que además tiene mañas criminales y recibe al mes más del triple de lo que puede gastarse en una lonchera.

Cómo si mi problema cosmonáutico no fuera suficiente, un día después de darme cuenta que tenía un pie puesto en la tierra y otro en la luna, asistí a Coomeva, mi Entidad Promotora de Salud. Tenía que hacer un reporte de novedad para que dejaran de atenderme en Bogotá y poder empezar a disfrutar de mis servicios médicos en la ciudad de Medellín.

¿Adivinen qué? Para Coomeva también soy menor de edad. Eso sí una menor de edad a la que le pagan salud como beneficiaria, pero, que también está en la capacidad de cotizar el servicio de salud. ¡Señores, por favor, tengo 21 años!

Ahora, sentada frente a esta pantalla hago un flash back de mi vida y contemplo la posibilidad que tuve de dejar de ser una niña cegatona con el ojo derecho tapado todo el tiempo, y haberme convertido en una pequeña’ traqueta’ que se tapaba un ojo para infundir terror entre sus compañeros.

En estos momentos no sería una banconauta sino una atracadora de bancos y andaría con pañoleta, pata de palo, un cuchillo y una espada colgada en el cinto de mi pantalón.

Tal vez este sea un llamado del destino y la próxima vez que volvamos a encontrarnos sea de una forma oculta y subterránea. Espero que ese día no tenga las rodillas raspadas.