miércoles, 27 de agosto de 2014

En defensa de los besos

Oración para que vuelvan a saber igual

No sentir los besos. Uno empieza a morirse por la boca.

Ilustración: Molesquines

Hay dos maneras eternas e idénticas de recordar los besos. Los primeros y los últimos. Podemos verlos como una nueva forma de nacer que se traduce en una sensación que inflama el estómago y la imaginación. Podemos asumirlos como intentos de despedidas que en algunas ocasiones se entrelazan con el llanto y el olvido.

Para tratar de comprender la genuina razón por la que neuronalmente los besos nos enloquecen, los poetas han recurrido al cielo, los enamorados a la luna, la religión a lo prohibido y la cotidianidad a la curiosidad. Incluso, la ciencia, se ha pegado de los secretos de la química.

Pere Estupinyá, divulgador científico y escritor, sostiene que los besos nos impactan más que las caricias. Compara la unión de los labios humanos con las narices frías de los perros y afirma que a la hora de besar entramos en una especie de acción teatral en la que nos “olfateamos químicamente” para detectar una pareja compatible.

En algunas culturas el beso también puede ser una oración al pecado. A las mujeres, por ejemplo, se nos insiste desde que estamos pequeñas que un beso es la primera sentencia que se firma para llegar a un embarazo no deseado. No puede haber un ejemplo más espeluznante.

A mi madrina Beatriz le hicieron creer esta versión del redoble del Apocalipsis . La primera vez que recibió un beso se fue a pensar a su casa cómo era que iba a contarle a su mamá que había quedado embarazada. En la misma línea de profanación, mi abuela creyó durante nueve meses que iba a tener a su primera hija por el mismo orificio donde la habían besado.

Pese a todo, ni las eras de los engaños ni la mentalidad medieval han logrado conspirar lo suficiente en contra de los besos.

No es ninguna exageración afirmar que son estas dualidades las que le han dado coherencia al acto de besar. En otras palabras, los besos son tumbas que se abren y que se cierran.

Narrados en la literatura y en el cine, en los límites de la existencia y los principios de la imaginación humana, los besos han salvado al mundo por instantes.

Lo hicieron en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) mientras el mundo se destruía. Generaron adicción en las palabras de Joaquín Sabina y fueron el comienzo de toda despedida como lo escribió el irlandés George Bernard Shaw. Siempre, sin excepción alguna, fueron los besos huracanes y auxilios.

Pero, a pocos, se les ocurrió escribir sobre el no poder besar, la perdida de expresión de los labios.

La verdadera moraleja de la popularidad de los besos debería ser el disfrute y todos los besos, siempre y sin excepción alguna, deberían saber a algo.

Hace dos semanas los besos no me saben.

Por cuenta de una ruptura de los nervios dentales y linguales, perdí, temporalmente, el movimiento en una parte del lado derecho de mi cara, incluye la mitad del labio, la mitad del mentón, un pedazo del cachete y, en algún momento, estuvo sometida una parte de la lengua.  Con los nervios también se fue la sensibilidad.

Tanto un beso como un bofetón pueden hacerme sentir corporalmente lo mismo: nada.

En un momento llegué a pensar que lo peor que podía suceder era que mi lengua no volviera a descubrir el sabor de las cosas. Pero, la lengua fue lo primero en despertar y no logró hacer parte de la lista clasificatoria a peores cosas.

Ya sé qué es lo peor. Lo peor es no poder besar o besar sin poder olfatear al otro. Olvidar cuál fue el perro que escogí, compatible, para que me hiciera feliz.

Mis labios siguen ahí, quietos, impávidos esperando con ansiedad que en una oración como estas aparezca un despilfarro de sensaciones.

Puedo reírme. O por lo menos intentarlo. Puedo lucir normal sin vulnerar ese extraño grado de victimización que le indica a la sociedad que en este momento debería estar en una cama. También puedo hablar y acariciar. Pero no puedo besar. No existe aún un final para esta cinta.

La peor obra de este mundo no la simboliza un incendio, la simboliza el no poder sentir.

Si tuviera un solo sermón que predicar, estaría segura de que recomendaría besar mientras se puede. Besar mientras se siente. 

No hay nada peor que sentir como la muerte llega por la boca.