domingo, 30 de agosto de 2009

Garganta con arena


A mi padre quien además de enseñarme a amar el tango, me mostró un mundo donde la melancolía y la felicidad son dos realidades posibles.

“Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo, ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza”.
Maquillaje.

De mi padre heredé el gusto por el tango, y de él también he aprendido que lo mejor de este melodioso cantar es que “en cada tango se suicida un argentino”. Simpática y peligrosa esta frase es certera, no conozco un tango feliz.

Para cortarme las venas aprendí a escuchar tango. Nada mejor cuando se está triste que un recuerdo de arrabal, que una palabra entonada con desprecio y la respuesta de un corazón que se derrama.

Tener un papá viejo es toda una aventura, pero, probablemente y de eso espero no arrepentirme, una de las mejores cosas que puede heredar un padre – abuelo, es la melancolía. Mi padre tiene 82 años, 36 menos que mi madre y esta inexplicable diferencia de edad ha desembocado en actos de amor, tan felices y tan tristes, que solo pueden ser explicados en un vals que se ahoga en el fondo de una copa de aguardiente.

El viejo se llama Julio Ernesto y desde que lo conozco siempre ha tenido algo que ver con algún bar de Medellín. Ha sido propietario y fundador de varias cantinas las cuales ha vendido o ha abandonado en el camino. Aunque ya no se dedica al negocio de los bares son muchos los recuerdos que jamás podremos borrar de su vida bohemia, algunos los conozco, otros no.

Personalmente, nunca he de olvidar que a la corta edad de cinco años conocí los primeros reservados de un bar. Aunque nunca volví a ver un reservado, esas dos sillitas tapadas con una cortina de terciopelo rojo, cómplices de los amantes, fueron en varias noches mi refugio, el lugar en el que me quedaba dormida esperando a que mi papá cerrara alguna cantina y a que mi mamá me llevara delirando hasta un carro.

Tampoco he de olvidar que en uno de esos bares mi papá aprendió que con unas cuantas copas en la cabeza cualquier cachivache puede verse convertido en un personaje interesante, verosímil y encantador. El amor a estos embellecedores le provocó tres trombosis cerebrales, cuyas consecuencias carga su cuerpo de la misma forma que su mente alberga los recuerdos de los yurnos del ayer.

Mi padre es el hombre al que más he amado en la vida y como en un tango que se baila entre la crueldad y la realidad, empieza a irse. En menos de un mes dejé de ver a mi papá y he pasado a tener un bebé en la casa. Una fibrosis pulmonar (la misma enfermedad de la que murió Marlon Brando) lo tiene reducido en una cama, consumiendo 10 litros de oxígeno al día, en algunos momentos consciente, en otros perdido en la plenitud del instante que lo lleva hasta su muerte.

Y la música vuelve a hacer parte de su vida, de la mía y nuestros sentimientos se encierran en las letras de Homero Expósito cuando en el tango Pedacito de cielo dice:

“Los años de la infancia pasaron, pasaron. La reja está dormida de tanto silencio. Y en aquel pedacito de cielo, se quedó tu alegría y mi amor. Los años han pasado, terribles, malvados, dejando una esperanza que no ha de llegar. Y recuerdo tu gesto travieso, después de aquel beso robado al azar”.

De cuenta del tango supe que a mi padre lo apodaban “Rodolfo Valentino”. Él fue, sencillamente, un hombre hermoso en su juventud, podría decirse con amor, deleite y un pellizco que me hace volver a la realidad que fue un tipo sin igual. A él no le gustaba que lo apodaran Valentino porque en las calles de esa Medellín que prohibía que los hombres usaran camisas de colores, el italiano Rodolfo tenía fama de homosexual.

Nunca pudo hacer nada y entre su juventud y parte avanzada de su adultez se le llamó en las calles “Rodolfo Valentino”, a secas. Su apodo decaía hasta en los momentos que, con unos tragos en la cabeza, le daba por ponerse a bailar tango, como Valentino en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, film de 1921 en el que el actor italiano baila La Cumparsita, melodía creada en 1917 por el músico uruguayo Gerardo Matos Rodríguez.

La relación entre el tango y mi padre terminó por involucrarme. Repito que siempre me gustó la música, de hecho bailé tango en Homero Manzi, Javier Ocampo fue mi profesor y en un par de ocasiones me llevó hasta la pista. Lo abandoné. Para gusto de mi papá fui fea mientras estudiaba en el colegio (no sé si se me pasó el mal o si me acostumbre), fea por los mismos años en los que Betty la Fea se apoderó de las pantallas de la televisión colombiana. El tango se popularizó tanto como mi imagen y mis gafas. A Dios gracias que nunca tuve frenos.

Gracias a Ivo Pelay por dos fragmentos que reconfortan su ya glorificada letra:

“Yo sé que hay muchos que desprecia con mentiras y suspiran y se mueren cuando piensan en mi amor. (…) Si soy fea sé que, en cambio, tengo un cutis de muñeca, los que dicen que soy chueca no me han visto en camisón”.

Siempre me preguntan por lo qué voy a hacer el día en que mi papá se muera. A decir verdad ya lo estoy viendo morirse. Es una sensación tan extraña, tan triste, tan humana. Muero de tristeza con él por la razón de su enfermedad, clínicamente se está muriendo ahogado, a lo que más le ha temido en la vida. Paradoja del destino, siempre nos ha pedido que cuando muera tiremos sus cenizas al río Cauca, dice que no quiere estar en “el hueco”, que le da miedo del encierro y del ahogo.

Para todos aquellos que me preguntan qué haré, no sé. Tal vez escriba mucho, probablemente me derrumbe. Lo único de lo que tengo certeza es de que, sea cual sea mi estado, estaré escuchando tango para recordarlo, para saber que mi vida con él fue feliz, que la volvería a repetir con tristeza y melancólica suicida, que volvería a él porque papá, “ya sé que estás piantao, piantao, piantao”.

Cuando le anunciaron que usaría 10 litros de oxígeno al día para poder vivir una de sus nietas lo recibió con una orquesta en nuestra casa. Ese día dirigió La Cumparsita.