lunes, 20 de febrero de 2012

De profesión, intelectual



Supongo que para ponerme “a tono” con este texto, tengo que comenzar citando a un escritor. Elegiré a Bruce Chatwin y una frase que siempre me ha patinado en el coco, esa parte del libro En la Patagonia en la que dice: “El mejor intelectual, es el intelectual muerto”.

En este momento, mientras escribo, mi vida se resume en dos cosas: me duele una muela cordal y no nací intelectual.

Lo de la muela cordal tiene solución, lo segundo no y esa ha sido una duda que siempre ha rondado en mi cabeza, por qué en mi cara, en mi mente y en mi cuerpo, ¿no nació el poder intelectual? Para no reprocharme y evitar no sentirme mal, adopto una actitud crítica, cruzo los brazos, levanto una ceja y finjo estar eternamente inconforme.

Pero luego, el asunto se complica. A los dos minutos mi ceja comienza a encalambrarse y comienzo a sentirme ridícula, impostada, sobreactuada y hasta sobreperfilada. Justo en ese instante, digo: ¡Menos mal no nací intelectual! Soy un hermoso mar de confusiones.

A veces creo que la preocupación es infundada. Con total sinceridad tengo que decir que eso de estar en un círculo de periodistas, “amantes de la verdad” y “acreedores de las luces del conocimiento” (las comillas llevan un tono irónico), se presta para creerse no solo el centro del universo, sino también la representación de algún dios extraviado acá en la tierra. Una suerte de fuerza justiciera.

Ésta es una profesión de intelectuales (por respeto no pongo un "falsos" antes de esta afirmación) y eso de no serlo, lo hace sentir a uno como el primer eslabón de la cadena alimenticia. Podríamos llamarlo ratón, gusano y hasta cucaracha.

Lo cierto del caso es que existen muchas razones para justificar, siempre vale la pena defenderse, porque no nací intelectual. Tal vez el anhelo de no serlo sea la más poderosa, pero hay otras que hacen parte de eso que algunos de ellos llamarían “el contexto social”

Antes de adentrarme en esa idea de “contexto social”, vale la pena hacer una diferenciación. Existen los intelectuales muertos y los intelectuales vivos.

Algunos de los muertos, Oscar Wilde, Dostoievski, Reinaldo Arenas y Roberto Bolaño, solo por mencionar un conjunto de nombres, se ganaron su lugar a fuerza de sufrimientos, censuras, exilios, hambrunas, represiones, celdas, calabozos y la muerte misma.

Pero también existen los intelectuales vivos, muchos de ellos insoportables, que han escalado peldaños de cuenta de los nombres de sus padres, sus apellidos e incluso, y dolorosamente, han heredado su nombre tras el asesinato de alguno de sus seres queridos. Esos, por lo menos, son los intelectuales vivos que le toca conocer a uno en Colombia.

Ya dentro del contexto social, existe una lista de razones por las que no nací intelectual y que me hacen imposible la búsqueda de esa profesión, alcanzada en nuestros días en tribunas de periódicos, programas de radio, blogs y desdenes de y desde un nuevo escenario para el ego, el mundo de Internet.

En un conjunto general no puedo ser intelectual porque soy hija de una madre campesina, no nací heredera, siempre he tendido a ser “más ñoña que inteligente”, no considero la marihuana y el alcohol como partes fundamentales del motor de mi inspiración, soy esquemática y con estructuras mentales muy rígidas, generalmente aceptó órdenes (aunque no me gusta), jamás he intentado tener un proyecto editorial propio y no puedo ser intelectual porque trabajo en El Colombiano.

Puedo agregar que mi voz es chillona, que cuando hablo no me veo interesante y que soy capaz de mover tres partes de mi cuerpo, diferentes a mí mano, mientras miro a mí interlocutor a los ojos, se pueden incluir los pies y la cabeza. Me gusta hacer mucho ruido y dicen mis amigos que “parezco una niña pequeña que no ha tomado su dosis de Ritalina”.

Ya pasaron los días en los que los poetas intelectuales llegaban de los pueblos. Nacieron y se murieron Fernando González y Tomás Carrasquilla, la tendencia pasó de la provincia a las grandes ciudades. La rebeldía no tocó muy a menudo las puertas de mi casa, tampoco el dinero suficiente como para dedicarme a ser contestataria para y por todo; las monjas con las que estudié me enseñaron a ser muy obediente, la marihuana llegó tan tarde a mi vida como el sexo y desde hace poco más de un año estoy vinculada laboralmente al diario conservador más odiado por los intelectuales de Colombia.

No mencionaré nombres ni marcas para no herir susceptibilidades, pero otros diarios y revistas están llenos de “intelectuales” que por una posición política dirigente, que en la gran mayoría de los casos no es la de nosotros los periodistas, hablan de nuestro trabajo como si fuéramos una especie en vía de extinción, peor que los toreros o los aficionados a la tauromaquia.

Me deja tranquila que en días donde ser intelectual es tan fácil en apariencia, en los que ser intelectual es un oficio tan recurrente como el de las putas, mi cuerpo, mi mente y mi estilo de vida se rehúsen a serlo. 

Mientras tanto, me seguiré maquillando y a partir de este momento de mi vida, cuando terminó de escribir, me concentraré un poco más en el dolor de mi muela cordal.