domingo, 8 de julio de 2012

Acuerdos para una incontinencia pública


Imagen tomada de Cuty

"La lucha debe ser por una vida habitable"
Judith Butler.



Lectura obligada para los inconformes en pañales. 

Durante los 12 meses que marcaron el 2006, los mismos en los que Sergio Fajardo fue reconocido como “personaje del año”, los habitantes de Medellín recibieron una noticia del entonces Alcalde: la ciudad contaría con una dotación de baños públicos. 

El anuncio, que fue recibido entre lo jocoso, el malgasto y la obligación, hizo parte de las agendas informativas de noticieros, programas radiales, periódicos y, por supuesto, de los magazines de Telemedellín. Llevar las necesidades orgánicas hasta un punto decente y no hacerlas en la mitad de la calle, ayudaría a que Medellín pasara del “miedo a la esperanza”. 

Pocos recuerdan este hecho. ¿A quién le importa si hay o no un baño en la mitad de un parque? Siendo estudiante universitaria me encomendaron hacerle reportería a este tema. Inicialmente, pensé que era absurdo. “Si tengo ganas de ir a un baño, pues simplemente pago para entrar a alguno”, creía. 

Buscando fuentes que justificaran la exótica donación, pensé, como hacemos la gran mayoría de los periodistas cuando estamos en problemas, en contactar a un científico social que analizara el asuntito de los baños. Entre todos los “madrazos” que me gané de parte de los investigadores sociales, por no entender que ellos trabajan en “investigaciones con rigurosidad” y no dando opiniones, apareció un sociólogo urbano de la Universidad de Antioquia que accedió a contarme su punto de vista. 

Primero se encargó de hacerme sentir miserable. Luego se burló del trabajo que estaba haciendo y, por último, resumió su respuesta en algunas palabras que todavía puedo parafrasear. “No entiendo el alboroto, acaso la Constitución Política de Colombia no afirma que el Estado debe garantizarle al ciudadano todas las necesidades básicas. ¿Qué hay más básico que una ‘miada’ o una ‘cagada’? Nada”. Para no hacer quedar mal la fuente en el texto escribí: “orinar y defecar”. 

Lo cierto del caso es que el escándalo de los baños terminó convertido en un artículo que se publicó en una página web que todavía funciona como laboratorio para los estudiantes de periodismo. 

Desde 2006 también miro los baños con otros lentes. Comparo los de los centros comerciales con los de las terminales de transporte. Sé que en el Centro los más limpios son los del Colombo Americano. Me consta que cobran a 700 pesos con papel higiénico y a 500 sin papel y que los baños tienen estrato. Si quedan en el Éxito del Centro hay que pagar para entrar, si quedan en el Éxito de Envigado, se puede pasar derecho. 

También sé que en los pueblos hay alcancías y que con 200 pesos se puede entrar al baño. Incluso, a veces pregunto por el valor de un ingreso, solamente para sentarme a hacer cuentas de cuánto se hacen  los comerciantes de cuenta de una de las necesidades más básica que tienen los seres humanos. 

Cogí experticia haciendo “chichi” en cunclillas y también aprendí a intercambiar sonrisas por dos minutos de un inodoro decente. Volví a entender algo que siempre había sido obvio: que el Estado no garantiza las necesidad básicas de nadie. 

Cinco mil por una entrada al baño 

Los recuerdos son como las picaduras de zancudo, cuando los olvidas, aparecen otros. Hace pocos días, gracias a quienes trabajan en el café del Museo de Arte Moderno de Medellín (Mamm), volvió a mi mente el episodio de los baños. 

Admiradora del arte; pero, también crítica con las realidades sociales, puedo decir que este es uno de esos lugares de Medellín donde llevan a la perfección esa idea de hacerte sentir miserable, el peor ser del mundo. 

El asunto es el siguiente. Detrás del Mamm, que antes quedaba en Carlos E. Restrepo y ahora está ubicado en un lugar llamado Ciudad del Río, existe un hermoso parque del cual, tanto la ciudad como el Museo, dicen sentirse muy orgullosos. 

Lo que se le vende al público es una promesa de esparcimiento, de modernidad, de transformación, la idea más cercana de vivir en un país europeo o de irse al Central Park en los Estados Unidos. 

Lo que se entrega es espacio verde (que sigue siendo hermoso), con un cuerpo de vigilancia que mira a cualesquier joven con sospecha, un lugar controlado y limitado por lo que la administración de turno quiera entender como “público”, un pedazo de humillación en el que puedes tomarte una gaseosa, un vino o una cerveza siempre y cuando cumplas con el requisito clave: no querrás ir al baño mientras estés acá. 

Como los ciudadanos somos tan agradecidos, a veces vamos a Ciudad del Río. Eso nos hace sentir en el desarrollo. También van familias con perros, niños a montar bicicletas, jóvenes buenos, otros no tan buenos y los chicos malos. A veces me arriesgo a pisar ese césped. 

La última visita que hice a ese lugar, “público”, se la debo al corazón roto de una amiga. Fue a las 8:30 de la noche de un viernes. Me tomé dos vinos, tal vez tres y quise ir a cumplir con una de las necesidades básicas que debe garantizarme el Estado. Primero me reproché el no haber ido al baño antes de salir del diario donde trabajo. Luego emprendí la búsqueda. 

En las cuadras que existen a la redonda, es imposible encontrar un baño dispuesto para la gente. Ni público, ni estático, ni móvil, ni limpio, ni sucio. Y sí lo encuentras y ofreces pagar por él, tampoco, es imposible entrar.  Tal vez, sí está bueno, el chico de la gasolinera más cercana, saca sus llaves del bolsillo y se dirige al “de las damas”, que es el que se mantiene limpio. Si está malo, la institucionalizad, simplemente, se ha ido. 

No encontrar un baño no tiene nada de grave. Lo realmente molesto puede describirse en seis letras: Bonuar, como se hace llamar “el lugar de hidratación” (sus sabores no llegan a restaurante), reconocido como el café del Mamm. 

Cuando mis riñones llegaron hasta allí para pedir ayuda, ya no era yo, eran ellos, simplemente, dijeron “no”. “El baño es solo para los clientes, luego lo ensucian”. Primero me miré. En mi ropa, creo yo, no había el más mínimo asomo de suciedad, luego les dije, “entonces déme un tinto” y ellos respondieron, “un tinto no da para entrar al baño”. 

Abrumados y casi al punto de requerir un donante, mis riñones pidieron una cerveza que me ayudaría entrar, decentemente, al dichoso baño. Me cobraron cinco mil pesos por anticipado, los pagamos, mis riñones y yo.  Fui, hice “chichi” en cunclillas, el baño no estaba tan limpio como lo prometieron, y salí. 

No quise recibir la cerveza y simplemente les dije con mucha ira: “Si ustedes son arte, el arte también es orgánico”. Seguramente, se la tomó el mismo mesero que me dijo sucia. 

Luego de la pataleta pública, hice otra en Twitter y una más en Facebook. De la de Facebook salieron 22 comentarios, dos de ellos eran pesados y defendían al Mamm, los demás iban desde la risa hasta las anécdotas. 

También me llamó la directora del Museo y, muy amable, me dio su explicación. Me dijo que el café no tenía nada que ver con ellos, le respondí que el ciudadano no hacía mapas comerciales cuando visitaba un lugar. También me dijo que habían dos baños públicos móviles, pero que solo estaban abiertos hasta las 8 de la noche y trató de defender lo que ella había construido. 

Lo cierto del caso es que el Mamm no tiene la culpa de nada, ni siquiera de que en el café, que es su vecino y no una parte de sus atractivos (cosa que todavía no me cuaja), tengan esa forma de relacionarse con los clientes. Lo molesto es sentirse sospechoso de ser joven, sucio por no querer estar en un establecimiento privado y miserable por no poder entrar a un baño. 

Por ahora, esas ideas de “europeizar” a Medellín, es mejor dejarlas en el vacío y entender, que vivimos en un país que si no es capaz de garantizar los derechos humanos, mucho menos podrá entender lo importantes de “orinar” y “defecar”, para no quedar muy mal en este texto.