domingo, 14 de diciembre de 2008

Carrera impotencia


Lo peor de vivir en un lugar peligroso no es el insistente cuidado de la vida, es la obstinada aparición de la impotencia. Vivo en Medellín, en el centro de la ciudad, para ser más exacta en la carrera 39, entre las calles 48 y 49. En palabras más locales en la carrera Giraldo entre Pichincha y Ayacucho.

Giraldo es una carrera que atraviesa una parte significativa de la ciudad, de oriente a occidente. Sobre sus costados está el Parque de Boston, la parte trasera del Teatro Pablo Tobón Uribe, la Placita de Flores y mi casa. Esta vía atraviesa varios barrios, solo por contar El Salvador, Boston, Villa Hermosa, Manrique y Santo Domingo.

Algunos de sus tramos son peligrosos y otros no tanto; pero, la fracción de carrera 39 que me correspondió vivir a mi tiene algo en particular. En esta termina una comuna y comienza otra. Aunque personajes como Pirry se nieguen a entenderlo, toda Medellín está dividida en comunas y al contrario de lo que piensa la estrella de las metáforas televisivas, hablar de comuna no hace referencia a un lugar impenetrable, peligroso y arriesgado, sino a una división territorial.

El hecho de vivir en el límite de ambas comunas (La 10 que es el Centro y la 9 que es Buenos Aires) significa estar en tierra de nadie. Nunca he conocido cerca de mi casa una organización comunitaria y aunque a unas tres cuadras más arriba hay un CAI de la Policía Nacional, en este tramo de carrera Giraldo aparecen historias inéditas que se quedan en el misterio judicial y que solo recordamos sus habitantes.

Los días en la carrera 39 entre calles 48 y 49 son normales, con la única excepción de que es una vía doble y todo el día hay que sentir como tiemblan el asfalto por el tránsito de los buses. El miedo que a veces se traduce en impotencia comienza en las noches.

Hay muchas cosas que mi mamá nunca me cree, por ejemplo que en las noches veo a una anciana sentada en mi cama. En fin, ya me he acostumbrado a que mi palabra poco valga dentro de la credibilidad hogareña. En un amanecer, siendo las 3 de la mañana si mal no lo recuerdo, escuché unos ruidos y me levanté para mirar por la ventana, aparentemente había un grupo de trabajadores de Cable Unión. No muy convencida de la explotación laboral a la que se sometían estos hombres desperté a mi mamá y le conté la película que se atravesaba por mi mente. Yo pensaba que eran hombres malvados fraguando un plan perverso, pero ella, como siempre sabe hacerlo, me mandó de regreso a la cama y me dijo: “Váyase a dormir que usted está loca y yo no he escuchado nada”.

Al día siguiente, siendo las siete de la mañana, tomamos el teléfono para hacer una llamada y no había sonido telefónico. Los trabajadores de Cable Unión, que hasta uniforme tenían, se habían robado el cable telefónico de 150 casas, una manzana entera. Del cable de teléfono se extrae cobre y un kilo de este material es vendido entre los recicladores por un total de $11.000.

En este tramo de la carrera 39 siempre hay un ruido que avisa algo. Mi sueño es bastante débil y con más razón tengo el innato poder de escuchar cosas excepcionales. También para vender el reciclaje se nos han robado la tapa del contador de agua, una varilla de la reja de la entrada y en el vecindario del lado hurtaron la placa que los hacía reconocerse como una donación de la Sociedad San Vicente de Paúl.

También han pasado cosas graciosas y simpáticas. Como en la que vivo es una casa antigua, tenemos zarzo (desván) y un día se entró una gata por el techo y dio a luz cinco hermosos cachorritos que desaparecieron luego de que mi papá, por esa extraña manía que tienen los hombres de creerse desde plomeros hasta veterinarios, se les metió al nido y dejó caer uno.

Un lunes festivo nos despertó un ruido en el techo y pensamos que era un ladrón. Inmediatamente prendimos las luces y como heroínas con capas de pijama tomamos palos entre las manos. Mi mamá gritó: “Perla, pásame el arma que vamos a matar a este hp…”, sorprendida me preguntaba por cuál arma, en mi casa no hay sino cortaúñas. Luego miré el gesto de mi mamá y era que la muy inocente pensaba que con eso iba a espantar al ratero encima del tejado. Después de amenazarlo a muerte apareció, peludo, con bigotes y balbuceando un sonido que decía: Miau.

Pero hay otras historias que no son tan simpáticas. Por ejemplo un sábado siendo las 11 de la noche había, diagonal a la casa, dos patrullas de la policía parqueadas en la vivienda de un cura misionero. De esas si me creyeron porque las vieron, así que por esta vez mi imaginación salió bien librada. Al domingo nos dieron la noticia de que dos hombres se habían entrado y habían asesinado al cura en presencia de su sobrino y su hermana.

En un día de trabajo cuando abrí la puerta para salir mi casa estaba acordonada por policías. Me imaginé con casco, botas largas y en guerra. Dispuesta a dar la lucha pregunté el por qué de la invasión. Tres casas luego de la mía habían asesinado a un indigente. Ese día no escuché nada, me contó el hombrecito vestido de verde que había sido con silenciador, me reconcilié con mis oídos y me caminé nerviosa hasta llegar a mi oficina.

Lo que me mata no es el miedo, es la impotencia y el saber que aun estando ahí no puedo hacer nada, sea porque no me creen, porque no nos atrevemos o porque simplemente tengo que protegerme. En alguna ocasión llamé a la policía y tras detener al ladrón que se estaba entrando a una casa, tocaron la puerta y me dieron las gracias por colaborar con la justicia. No dormí en unos cuatro días, imaginé una y otra vez al ratero viniendo a cobrar venganza sobre mí.

Son muchas las historias de impotencia e ira; pero, hay dos que particularmente hacen que el alma me llore cuando las recuerdo. Antes escuchábamos los ruidos gracias a mi oído, ahora lo hacemos porque tenemos una cachorrita muy sensitiva, a ella le creen más que a mí.

Otra de esas madrugadas Luna ladró y empezamos a escuchar una persecución, gritos y llantos. Lo que vino después fue un golpe a la reja de mi casa, otro golpe, un llanto y los gritos de un hombre que pedía auxilio. Dentro de lo poco que alcanzamos a ver vimos a un taxista que, según creemos, estaba atracando a su pasajero. El hombre seguía pidiendo auxilio y la reja de mi casa seguía sonando. Mis manos se entorpecieron y no fuimos capaces de llamar a la policía, ni de un celular, ni del teléfono fijo. Finalmente, tras una batalla cuerpo a cuerpo el taxista logró montar al pasajero herido nuevamente al vehículo.

No dormimos más y a las siete de la mañana cuando abrimos la puerta vimos unas goteras de sangre. Luego, por comentarios de una vecina, nos enteramos que los llantos y llamados de auxilio fueron de un hombre que amaneció en la esquina muerto, apuñalado y desangrado. Cuando lo recuerdo aun pienso que yo lo maté o que fui cómplice del conductor asesino.

Lo último fue una mujer gritando, amaneció muerta y violada a unas cuatro cuadras.

El crimen del cura lo reportaron en La Chiva, un periódico sensacionalista de Medellín, seguramente al periodista le pareció muy curioso que mataran a un cura dentro de su casa. De las demás muertes nunca más supimos nada.

Pese a que esta casa me ha visto crecer, enamorarme, entrar y llegar, siento que no aguanto más. Desde esta puerta me hice amiga de todos los indigentes que duermen en el centro y eran ellos quienes me cuidaban para irme a las cinco de la mañana a clase de seis a la Universidad de Antioquia.

Ahora, cada día que pasa y que abro y cierro esta puerta pienso en irme de aquí, tengo dos caminos quedarme y seguir fuerte o ahogarme en un mar de impotencias.