miércoles, 28 de enero de 2015

Un mal amor, una mala poesía


“No deseo pagar por unas lágrimas en otro sitio que no sea un escenario”.
Robert Louis Stevenson, Apología de la pereza.


Mixed Media Art Original Painting By artist Misty Mawn

La sensación de temblor comenzó a sentirse en el dedo más pequeño del pie derecho. El mismo que 10 años atrás había sufrido una fractura en una carrera a muerte por un pedazo de galleta. Luego, recorrió las venas de abajo hasta arriba y se instaló en el cerebro para ser procesada en forma de una danza flexible. Pausada. Rápida. Cálida. 

Era lo que podría llamarse una propuesta inusual. Moderna para algunos. Atrevida para otros. Lo cierto del caso es que prendía del techo de la ilusión con una clase de quietud que dejaba a la deriva cualquier asomo de comprensión. Se hacía necesario reinventar la reacción y almacenar el sentimiento como algo soportable y eternamente normal. 

Ese último paso, el de la reinvención, le recordó cierta lógica ilusoria que se había prometido un día: amar y conocer. Con frecuencia solía inventarse ese canto para el alma. Decía que la misión del ser humano en la Tierra se reducía solo a la conjugación de esos dos verbos. Los demás, solían parecerle actos robóticos. 

Del primero esperaba la gloria, del segundo el éxtasis y siempre estaba buscando, con cierta curiosidad objetiva, cómo rodearse de más. Sabía de sobra que se necesitaban dos personas para amar. Y más de dos para conocer. Siendo, según ella misma lo profesaba, la sabiduría el último paso de ese eclipse terrenal.

Por eso le asombraba haber sentido una emoción visceral en el tránsito que vivió aquella propuesta entre la punta del dedo más pequeño de su pie derecho y su cerebro. Por eso, acosada por ese estado llamado sentimiento, tuvo que emprender un viaje mental que terminó en el abismo. No sin antes transitar por la inmortalidad de sus ideas.

Recordó entonces que, pese al cansancio, creía en el amor. Que de su paso por el alma disfrutaba desde el drama, hasta los celos  y las caricias; y que, sin considerarlo un orgullo, lo que quedaba de su espíritu y su carne, elogiaban aquella enfermedad sagrada capaz del nacimiento y la hecatombe en una sola puntada de los besos.

Esa sensación acalorada, que le trajo los mejores recuerdos, le hizo comprender su fulgurante, también deseoso, capricho de ser centro, reina y sol. Única. Si su vida había sido centelleante, el paso de su sombra por la soledad, también debía serlo.

Aquellos mismos recuerdos viajaron por los libros y las imágenes del cine. Sueños y pesadillas semejantes a una realidad que se mira desde una butaca, como si se fuese el único protagonistas. El único espectador.

¿Qué sería de la vida sin ese descalabre que llaman amor? ¿Dónde estarían las pinturas, los cuentos, las canciones, las novelas? ¿Existirían las cartas de los suicidas? No podríamos leer los diarios nunca más.

Su vida, como la tragedia más sublime, no sabía de otra cosa que de amar y en el camino y la inquietud por el conocer, decidió dejarlo todo atrás y descender al infierno bailando.

Luego, se entregó caprichosamente a los terrenos de la nada.

lunes, 5 de enero de 2015

Los embargos de dios

“El miedo y la atracción están íntimamente ligados”. Machine, Peter Adolphsen.

Me encantaría saber de quién es la imagen, pero no sé. 
Existe una contradicción palpitante que habita entre el miedo y la culpa. Derivadas de pasiones ocultas, ambas, suelen relacionarse en síntomas comunes que conducen, de alguna forma y tarde o temprano, al remordimiento.

El miedo, inarticulado, se traduce en palabras y movimientos torpes que amenazan con una conducción apresurada al abismo. La culpa, articulada a costumbres y ritos inducidos por la historia, trae consigo caudales de lágrimas que se alojan en el mismo lugar donde los enamorados dicen tener un nido de mariposas. 


Si decidiéramos ponerle rostro al miedo, se taparía la cara con las manos. Se fundiría con cálculos de complejidad logarítmica y acabaría por pegarse un tiro en el corazón bajo el único pretexto de emprender una huida irremediable. 

El miedo siente náuseas frente a las premoniciones cumplidas. Se disculpa frente a la ciencia y está alojado en el interior de nuestro cuerpo. A veces, también se tiende sobre los prados, las aceras y en algunas ocasiones escala hasta las nubes. 

Las palabras mayores afirman que no tenemos la culpa de sentirlo. Para los que más conocen nuestro cuerpo (no son los dioses ni los amantes, son los científicos) el miedo es una reacción natural ante el peligro. Tal vez, el peligro de amar. 

Sugieren que se manifiesta en una sensación desagradable que se pasea sin pedir permiso entre el cuerpo, la mente y el alma. Puede producir desde ataques de ansiedad hasta parálisis frente al terror. Un cuento perfecto para David Lynch. 

No obstante, cuando se carece de fe en la normalidad, los dioses de laboratorio dejan en el eco una esperanza: el miedo es saludable y necesario. Se presenta como un mecanismo de defensa que obliga a los seres "pensantes" a actuar. Es señal del a veces torpe y equivoco sentimiento irracional de supervivencia que nos clasifica en la penosa categoría de humanos. 

El miedo, ha quedado salvado. 

Acompañada de una oreja sangrante y de una mano que surge de una tumba transformada en mosca, aparece la culpa. Sin forma esencial, inclinada, sórdida y morbosa debilita el alma con hazañas técnicas y pirotécnicas. 

La genealogía de la moral afirma que la culpa es un invento judeo-cristiano. ¿Psicología de la conciencia? Contradigo. He visto a cientos de ateos o agnósticos, como se quieran rotular, sentir culpa en el fondo de su estómago. Culpables del no y del sí. 

Dios (mayúscula heredada por capricho de la gramática) embarga sus pensamientos en forma de chocolatina, una jugosa carne sangrienta o un hábito mal adquirido. 

Culpamos, señalamos, juzgamos, aconductamos, imputamos, actuamos, descuidamos, omitimos, vulneramos, manipulamos, obligamos y torturamos de la misma forma que conjugamos el verbo vivir. 

La culpa, ese demonio que se esconde detrás de un sombrero, está presente y apadrinada por la religión, el derecho (a veces por consecuencia el Estado), la psicología y la educación. Es un innegable mecanismo de control. 

Nos condenamos. La culpa, no se ha salvado. 

Quizá en eso radique la verdadera conservación de la especie, en perpetuar la culpa hasta la regeneración de los humanos. Dejar que las heridas almacenen obsesiones y se escondan en laberintos de angustiosa diplomacia. 

Hoy el miedo tiene cara y a la culpa no le pasan los días.