domingo, 14 de febrero de 2010

Entre copas… Me entrego al vino

“Una mujer y un vaso de vino curan todo mal, y el que no bebe y no besa está peor que muerto”. Johann W. Goethe

Fin de semana pasado por el vino. Recuerdos tintos, oscuros, muy pocos blancos y ninguno rosa. Algunos amargos, otros dulces, pimienta, taninos, algo de mora y mucha conversación. Dos amores borrosos dentro de un libro. Algo de resaca. Motivos suficientes para escribir sobre una de las cosas que se me ha convertido en obsesión: el vino.

Todos los días una copita, para evitar el alzheimer, por si acaso, dos y… ¿si el vino se pica? Pues tocó tomarse toda la botella. Si es Malbec mejor. El final de la historia no se ha terminado de escribir, pero hay evidencias. Unas 20 botellas estuvieron, hasta hoy, en el patio trasero de mi casa. Se las llevaron, reciclaje y con ellas se fueron algunos recuerdos, pero queda el compromiso de adquirir unos nuevos en formas verdes, cristalinas, de terminaciones cóncavas y etiquetas sacadas de los sueños. Nuevos dolores de cabeza.

Siempre me gustó el vino, pero reconozco que no siempre supe cuál copa era mejor que otra. Solo le hacía caso a mi paladar. Nunca me gustaron los vinos de caja, ahora menos, pero, de vez en cuando, para no pasar por la gallinita que soy, le recibí a uno que otro desconocido vino de caja absorbido con pitillo. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.

Un día fui con un amigo que regresaba de Estados Unidos a tomarme un café. El café terminó en unas botellitas de vino, pleno lunes, buen inicio de semana. El caso fue que, luego de ver a este hombre, que algún día fue mi amor, elegir con plena seguridad un muy buen vino, sentí una enorme envidia.

Desde aquel entonces comencé a comprar vinos en los supermercados. Me dejaba guiar por el gusto, por la forma de la botella, por el color de las letras, por un nombre endemoniado. Eso fue despertando el gusto, un gusto de cada ocho días. Un gusto cálido que me arrastró hasta un club del vino. Aprendí, he aprendido y sigo aprendiendo, tengo mucho que aprender. Pero, ahora sé cuál vino tomar de la estantería. Me falta descubrir en qué botella debo llevarme el hombre a la cama.

¿Qué puedo decir del vino? Que suele hacerme daño para los riñones, pero de algo nos tenemos que morir. Que es el compañero perfecto para la soledad. Que sabe mejor con una buena compañía. Que es bueno para calmar el dolor. Que es la receta, el remedio y de mi amor, la enfermedad.

De los vinos y los amores puedo decir que son la combinación perfecta. Hubo un hombre al que conquisté con vinos calientes, receta de abuelita. Él me conquistó con literatura y películas sobre vinos. Él se despidió de mí dándole de beber vino de mi copa a otra persona. Me dejó las imágenes de una película, Entre copas, muy recomendada, un saca corchos, un decanter, un separador de páginas de libro que también hablaba sobre el vino, recuerdos de Cabernet, Syrah, Merlot y Carménère. El vino puede sacar cosas que el hombre se calla. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.

Palabra confusas. Van ya unas cuantas copas. Por eso lo digo, fin de semana pasado por el vino. El elixir de los dioses… también de los borrachos. No es solo de la clase alta. No todo el que toma vino es “pupi”, no a todas las que nos gusta el vino somos gallinas y no a todos los hombres a los que les gusta el vino son maricas. De eso puedo dar fe. Y si son maricas, pues que importa, sigue siendo bueno.

Tengo muchos recuerdos del vino, no creo que si alguien se pone a leer esto le interesen demasiado, pero, por si acaso, escríbame un correo y nos tomamos una botellita, que sea un pretexto para que la razón se marche.

lunes, 1 de febrero de 2010

En Colombia: no coma cuento, coma carne y fume más marihuana



"Como yerba fui, y no me fumaron".
Raúl Gómez Jattin



Solo fue la fluoxetina. Aclaro y me defiendo. No hubo ningún otro factor externo. Pero, hoy, sorpresivamente me levanté con el pie derecho. La encalambrada, combinada con el piso frío y el desorden de los cojines alrededor de mi morada, terminó en algo que durante el día ha parecido perfecto: una felicidad intensa. Hace mucho tiempo no sentía algo así. Como tres años, si el cálculo de mi ironía mal no lo recuerda.

De camino a la calle donde tomo el bus para llegar hasta mi trabajo, canté varias partes de letras que ni siquiera recordaba, todo parecía ponerse de acuerdo con el pasado. En la ruta, parada y entre varias señoras, cada una tenía un aroma diferente, pensé miles de cosas, tuve una especie de autismo casi tan inmenso como los trancones de la Avenida Oriental.

Eufórica arribé a mi oficina. Como suele ser costumbre, encendí el computador y mientras este se conectaba con el servidor, tuve un diálogo con Sarita, una de mis mejores amigas. Creo que varias veces la he mencionado en este blog y aunque solemos pensar de forma diferente, ella es una mujer inspiradora. La conversación se centró en la guerra colombiana y en la droga como patrocinio de esta situación.

No tiendo a creer que sean los mal llamados drogadictos (si les dijéramos adictos a soñar no sonaría tan feo) los únicos culpables de la guerra. Existe algo de responsabilidad, pero también está el Gobierno, la discriminación, las ausencias y tantos defectos más de este lastre humillante que nos tocó vivir y que parece que solo a unos pocos nos afectara.

Bueno, total que eso no importa, ya estoy convencida de que no puedo salvar el mundo y que poca trascendencia tiene si muevo un dedo o dejo de moverlo. Todo sigue igual. Como dice la coordinadora de mi equipo de trabajo: “nadie es indispensable”. Pero como los blogs se hacen para satisfacer el ego, auto publicarse y dejar sentada una posición, por eso estas líneas (tendría que ser Héctor Abad para poder publicar mi propia columna enmarihuanada en un medio grande de comunicación).

Ya me perdí. El caso fue que luego de pensar en la droga como patrocinio de guerra, tuve otro autismo y recordé que siempre he querido ser vegetariana. Justo cuando lo estoy logrando aparece algo: una anemia, un problema con las defensas, una carencia de vitaminas. Lo último fue un tumor que había que tratar con una droga tan fuerte que no había que ser muy erudito para saber que si no comía proteínas me llevaba el demonio.

Entre la carne enmarihuanada y confusa seguí filosofando, pajazos mentales, le dicen algunos. Recordé la Revolución de la cuchara una organización internacional que busca “sacar la carne de tu plato”. Pero, ¿qué tiene que ver esta organización con la marihuana y con el conflicto colombiano? ¿Quiere esto decir que todos los vegetarianos son marihuaneros? Pues no.

Volviendo a Sarita, mientras conversábamos le dije: “Patrocina la guerra colombiana tanto los que comen carne como los adictos a soñar”. Se enojó conmigo. Luego le expliqué lo que yo defendía como mi por qué: “Los adictos a soñar contribuyen económicamente al negocio de las Farc, mientras que los adictos a la carne le dejan todas las moneditas a los paramilitares”. Al final de cuenta, todos terminamos siendo lo mismo. Solamente, que por comer carne ni lo meten a uno a la cárcel, ni lo tratan como adicto.

Quizá esté generalizando, como tanto suelo hacerlo, pero luego de conocer algunos territorios ganaderos, donde las vidas humanas se deshuesan como las de una res, puedo afirmar que no estoy tan lejos de la realidad. Incluso, uno de los argumentos que expone la Revolución de la cuchara, para dejar de comer carne es: “Algunas personas que se oponen a los grupos armados de países latinoamericanos están patrocinando sin saberlo dichos grupos. Ya que ellos se financian de cosas abominables como el secuestro, la extorsión, el narcotráfico y la ga-na-de-ría”. Sobra decir que estas palabras pueden traerme problemas.

Antes de cerrar la conversación Sarita me dijo: “Entonces volvámonos todos vegetarianos” y yo le respondí: “O mejor, todos empecemos a fumar marihuana”. Eso sí, no voten más por Uribe.

Lectura recomendada para entender un poco el negocio de la carne: El rey de la carne de la grandiosa Leila Guerriero.