miércoles, 26 de mayo de 2010

Sabina: desde una silla roja y fría


“Y yo me muero de
ganas de decirte que
me muero de
ganas de decirte que te quiero.
Y que no quiero que venga el destino a vengarse de mí
y que prefiero la guerra contigo al invierno sin ti”.
Ganas de

Como una mofa me dijeron a las 4 de la tarde: “Te dedico la tercera canción que suene y luego me cuentas cuál fue”. Soñaba con que fuera Una canción para Magdalena, pero no… Sabina dejó a las putas para el momento justo y perfecto: la mitad de la noche. El maldito mujeriego se quedó con Ganas de… “La tercera es la vencida”, dice mi abuelita.

Siempre voy a los conciertos pensando como periodista. “Voy a acordarme de cada detalle para luego poder contar”, pero entre las canciones, el sudor de las manos y los pensamientos incompletos, todo se me olvida, en el peor de los casos (y ha sucedido) hasta las canciones.

La noche Sabinuda en Medellín (primera vez que veo a Sabina en el escenario) no fue la excepción. Me acordé de algunos desamores que ya no valen la pena, de los malos amigos, de los pueblos con y sin mar. También construí una que otra ilusión, pero minutos después de terminarse el concierto, se desmoronaron. “Lo peor que le puede pasar a un cantautor es sentirse feliz con su novia”, dijo el Joaco en el concierto. En algunos momentos lo peor que le puede pasar a una persona, aunque no cante, ni componga y solamente sepa de la guerra, es enamorarse (esto último puede que no lo sostenga en unas cuantas horas).

Canté tan duro que se escuchó en Alemania, como se lo prometí a Ana. Entre las diez y las once quise llamar a un país austral, cantar una canción al oído y dejar abierto el balcón de unos ojos de gata. Mi celular no tiene servicio de llamadas internacionales, “menos mal”, me dijo Jenny. No se escuchó Agua Pasada pero pasaron, y por eso es bonito el pasado, 19 días y 500 noches.

Un computador, un cable… “maldito Twitter”, gritó Sabina. Pero… no era para trinar, era para escribir, del concierto, de cada parte de mi cuerpo que se ponía de pie. De los viejitos del lado, de los que se vinieron desde atrás y taparon unas cuantas canciones (por cosas como esa es que odio a las chiquigrupis), de Manuela en la mitad de la fila moviendo la cabeza como una loca y de Duarte bailando con su estilo particular, de Jacobo agitando sus crespitos dos filas atrás, tan rojo como una manzana.

Juré falsos testimonios en silencio, prometí, pronostiqué, pensé en la desgracia. Me enamoré, pero dejé firmado un documento “Y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera”.

Afuera del Metropolitano la lluvia se despidió de los malos amigos y desde una silla roja y fría llovía sobre mojado “Bla bla bla… sueños equivocados”.

Volvía a Praga, rompí una canción, dí razones. Le canté a las embusteras, rimé cicatrices con epidemias y me enamoré de la mujer andaluza con las que cantaba Sabina. Tomé muchas fotos, soñé… desde una silla roja y fría.

Y casi al final, antes de que vendieran pastillas para no soñar, justo cuando había decidió vivir cien años, el corazón se me volvió a poner rojo, contigo o sin ti. “Yo no quiero calor de invernadero; yo no quiero besar tu cicatriz”.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Cucarachas en las tripas


Confesiones de una gallina de cuerda incoherente que tenía miedo, para un soldadito de plomo arrepentido

El regalo que más veces me han dado (repetido) en la vida es un botón de Andy Warhol que dice: “I am a deeply superficial person”. En total, cinco personas me dieron el mismo obsequio.

Soy una cazadora de datos autistas, películas tontas, cartas de amor y revistas de vanidades. Me gusta pintarme las uñas y los labios de rojo, comprar zapatos, cremas para la cara y medias veladas. Soy más plástica de lo que puedo llegar a soportar, pero hago un trabajo fuerte por aguantarme.

Algunos dicen que me veo agresiva. Pero, me siento como una flor, como una libreta de mala calidad a la que se le caen las hojas o como un pastel de hojaldre que se desbarata con el primer mordisco. También hay quienes creen que soy valiente, pero solo yo, y mis más de mil personalidades (de esas que ensayo sagradamente todos los días durante 10 minutos en el espejo), saben que no es así.

Le tengo miedo a las cucarachas, a las personas muy inteligentes, a los hombres mayores que intentan pretenderme (que no son muchos) y sobre todo... desde hace algunos meses, me da mucho miedo enamorarme. Más que a las cucarachas, le tengo miedo a los gusanos en la tripa.

Cada que tengo miedo, es decir muy seguido, pienso en Woody Allen, quien ha logrado patentar en mi memoria palabras e imágenes de corazones que laten y se desangran. El conjunto de letras que más recuerdo de este judío de mente pervertida y pasiones refundidas, es: “El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otros”. Tan escuálido, tan feo, tan freak, tan sabio el Woody. Me hace temblar. También le tengo miedo.

Es extraño, no le temo a la muerte, pero si me da mucho susto estar gorda. Aunque me gusta volar, me da miedo caerme. También le tengo temor a la soledad y todavía creo que debajo de la cama hay un monstruo. No quiero que mi papá se muera y me da miedo pensarlo. Mi mamá no se va a morir, yo sé.

Me gusta mucho la electrónica y eso me hace más plástica en mi mundo de intelectuales muertos, insoportables, de los que me rodeo para “sentirme mejor”. También me gusta hacer bromas. La electrónica me agrada porque puedo tirar la cabeza, de un lado para otro, sudar y enamorarme sin tener que acercarme mucho a otras personas. Me da miedo bailar con alguien que esté a menos de 30 centímetros de distancia de mi cuerpo.

Veo sangre y me desmayo, será por eso que no me gustan los médicos y que relaciono la palabra bruja con una enfermera angelical que se deja venir sobre mi pálido brazo con un pedacito de algodón, una jeringa, una cuerdita de caucho y una sonrisita malvada que dice: “voy a salvarte la vida”. La mejor película de terror tendría que tener una enfermera que cure zombies.

Y dentro de la larga lista de mis tinieblas, también les temo a las personas que hablan poco, a los que se encierran a escribir en los armarios, los muy espirituales me dan alergia y con los muy profundos me suelen dar ataques de paranoia.

Me gusta la gente que es capaz de odiar, porque es pasional, los que viven en el lado oscuro y las sirenas que se traban con barbitúricos en las orillas de los ríos. Quiero tener un vagabundo que se esconda detrás del ojo de mi puerta y sueño con un vampiro capaz de morder mi cuello hasta dejarme sin un último suspiro. Me da miedo ser inmortal.

Tan miedosa, tan plástica, tan gallina, tan incoherente, tan loca, tan paranoica, tan obsesiva, tan caprichosa, tan insoportable.

Como tus recuerdos, como una musa, como una medusa, como una suicida de Bukowski que se clava agujas mientras hace el amor, como la más puta de todas las señoras, tan sufrida como las chicas de las que escribe Martin Amis, de esas que no son amadas por los hombres, que provocan guerras, que parecen tontas, de esas que sueñan con ser una cerilla.

Tan miedosa, tan loca, tan plástica, tan incoherente, tan paranoica, tan obsesiva, tan cansada de tí, con una perra alcohólica como de la de Irma la Dulce, tan pensativa… y ahora tan inalcanzable.