martes, 6 de diciembre de 2016

Si hubieras visto esto papá…

Bogotá, 6 de diciembre de 2016

Society 6


Un día, sentados en ese sofá rojo donde siempre te recuerdo, me dijiste: “Vos creés que si te la pasás detrás de mí yo no me voy a morir”. Recuerdo que me estabas regañando. Refutabas el hecho de no haber querido aceptar una beca en México por temor a que te murieras.

Ese día, sin saberlo, me enseñaste que el amor no era otra cosa que libertad y que la muerte, esa pelona de dedos largos, no era más que el miedo de aquellos que no terminan de entender la vida.

Conversando en ese sofá donde recostabas tu cabeza para escuchar música clásica, me enseñaste a volar y, aunque tus pulmones comenzaban a ponerse duros y tu corazón iba dejando de funcionar como un reloj con pilas viejas, me mostraste el camino de tu muerte.
  
Me dijiste que la muerte era algo natural. Esa sentencia que suena tan obvia y que todavía hoy es tan compleja de comprender. Me desojaste el mundo como un enamorado a una margarita; pero, a punto de caerse el último pétalo, se te olvidó hablarme de una cosa: de la muerte sesgada, de las caídas no naturales de las vidas, de la proyección de las sombras huidizas. Se te olvidó hablarme de la muerte no natural.

Tu muerte ya casi cumple seis años. Siempre la miro como a un niño y si mis cálculos no me fallan, el 24 de febrero de 2017, vas a ingresar a primero de primaria. Hay quienes durante todo este tiempo me han preguntado si sueño contigo. Si me hablas a través de los sueños. Con un poco de ira, respondo que no.

A veces envidio a mi mamá porque si los sueños son una forma de comunicación, no te gusta hablarme a mí y a ella sí. Siento celos. Me pregunto ¿por qué? Y encuentro un poquito de consuelo en saber que no quieres que al despertar vuelva a vivir tu muerte. No quieres que vuelva a llorar por la ausencia de tus abrazos.

Pero anoche, papá, rompiste con ese protocolo. Tuvieron que pasar cinco años, dos meses y 18 días para que quisieras hablarme. Anoche, papá, te volví a ver luego de aquella mañana. Hoy, papá, me levanté exaltada porque me estabas cuidando. Anoche, papá, tenías miedo de que yo me muriera.

Ignoro cuál fue el preámbulo; pero, anoche apareciste en Rionegro. Yo tenía cinco años y corría con mi ojo tapado la media cuadra que puede correr una niña bizca sin caerse. Tenía uno de esos vestidos de repollo que tanto odiaba y ese pelo rubio y largo del que mi mamá parecía disfrutar más que yo. Como siempre, le hablaba a desconocidos, con esa inquietud que tenemos los niños que vemos el mundo por un solo ojo. Con esa curiosidad de aquel que tiene que imaginarse la otra mitad.

Entre esos desconocidos había una sombra que aún no logro identificar. Tal vez era grande o quizá pequeña. Caminaba con los hombros y la cabeza hacia adelante, era capaz de llevarle la contraria al viento.

¡Lo golpeaste! Lo golpeaste papá. Le pegaste un puño en la cara a ese desconocido. Luego me abrazaste y me hiciste prometerte que nunca más me acercaría a los extraños.

Me desperté exaltada papá y entre la derrota de volver a perderte y la humedad que brotaba de la parte trasera de mi cuello, ratifiqué la promesa.

Luego volvió el sueño turbulento. Mientras dormía sentí mucho miedo y aunque lo intenté, no volviste a aparecer.

A las 4:30 a.m., intenté pararme de la cama y mientras luchaba para que mi cuerpo estuviera de pie, mis manos comenzaron a ponerse frías. Mi piernas también. Como ya sé lo que trae una disautonomía cardíaca después, me senté en la cama. Luego la cabeza sintió humedad y lo demás fue oscuridad.

He pasado todo el día con mareos y la presión no ha logrado superar los 100/50. En medio de las vibraciones del celular y de quienes acalorados piden que trabaje desde la casa me la he pasado intentando comprender qué querías decirme anoche. ¿Por qué tenías miedo?

En la tarde, mientras reviso las noticias del medio para el cual trabajó, he vuelvo a ver las luces que alumbran una idea de justicia para una pequeña que murió, violada y asesinada el día domingo. Mientras miro fijamente la imagen, pienso, ¡si hubieras visto esto papá!

Tal vez nunca entienda qué pasaba por mi cabeza para soñarte de esta manera.  Quizá nunca más vuelva a soñarte, pero me conformo con la bella idea de saber que aún puedes abrazarme.


Tu lombriz. 

domingo, 4 de septiembre de 2016

El azaroso arrepentimiento

“Nunca preguntes el camino a alguien que lo conoce, porque entonces no podrás perderte”. 
Rabí Najman de Breslav, cuentos. 

Rocío Caballero 
Me acuerdo de que, la noche antes de la primera conversación, él y yo habíamos hablado de la eternidad. Era complicado: mientras sus ojos, selvas oscuras, hacían el único voto que un no creyente puede hacerle al infinito; los míos, víctimas del gusano de la conciencia, negaban una proyección que fuera invisible a aquella que solo los ojos conocen.

Pese a todo, las cosas podían arreglarse. Conversábamos en las memorias de otras noches, repasábamos los momentos que habíamos encontrado. Mirábamos el futuro sin tener acceso a lo absoluto… ¿y qué pasa si las historias no vuelven a cruzarse? Podíamos seguir siendo amigos. Todo parecía claro; sin embargo, era triste. 

Presos de un flechazo en el que ambos parecíamos encontrar interés: la conjugación del verbo ignorar, seguimos con nuestras vidas. El don de permitirse vivir sin culpa y sin prisa. Cenábamos en la oscuridad. Fumábamos, bebíamos y reíamos. Hacíamos el amor en las tardes, en las noches y en las madrugadas. Hacíamos el amor a contratiempo. El mundo tenía la suerte de habernos encontrado y no nos conformábamos, deseábamos más. 

No sabemos bien en qué momento la eternidad volvió a interrumpirnos. Pudo ser un miércoles. También un viernes o una mala idea para un sábado. Él se encogió de hombros. Yo también estaba harta. Mentíamos por omisión y en un silencio cómplice decidimos ignorar otras presencias. Apareció entonces la costumbre. Nunca nadie es tan “perfecto” como para excluirla de las demás opciones. 

De la mano de la instalada y solitaria tradición, sin intento alguno por razonar, se situaron otras preguntas. Algunas de ellas ya respuestas. Otras, con una pronunciación casi evidente. 

- “¿Podrías serme fiel toda la vida?”, me dijo. 
- “No”, le respondí. “Podría serte leal”. 

Sin sorpresa alguna, cerró sus ojos. Le expliqué pacientemente cuánto lo amaba y por qué las promesas no había que burlarlas.  

- “La desilusión no es más que el producto de una gran expectativa”, le dije. 

Aunque le costaba aceptarlo, sabía que toda promesa emocional traía consigo un fracaso. Guardó entonces silencio y se entregó al camino de la aceptación. O mejor, al de la incertidumbre y la búsqueda de una respuesta que luego encontraría en un vago recuerdo de la mujer a la que un día, por primera vez, amó. 

- “Fidelidad a las pequeñas cosas”, fue su única conclusión. 

Pasaron los días y, como fantasmas de una sonrisa, llegaron las dudas. Posadas en una rama desconcertante, de lógica quebrantable, reinaron con ellas los deseos físicos y químicos. Los apetitos concretos. 

Como las fórmulas matemáticas fueron calculados y ejecutados entre la sólida Tierra y un reino animal de posición ventajosa en el universo. 

Se hizo entonces el deseo rápidamente. Se hizo compulsivamente. Se hizo deliberadamente. Pero, sobre todo, se hizo vagamente.  Se hizo el deseo por compatibilidad de caracteres, por pedazos de pixeles, entre canciones que evocaban el principio de un viaje que no llegaría a un final. En última instancia, se hizo el deseo, lastimosamente, ilógicamente. 

No se regularon pasados ni creencias. Pero sí se sacrificaron individualidades deseadas. Se declararon principios de no satisfacción. Quedaron en evidencia murmullos de otras camas. Ojos reclamantes, denuncias de villanos y determinaciones no serenas. Como consecuencia de un deseo liberado entre las páginas de un libro que todos leían, llegó el arrepentimiento. 

Como si se tratara de tiempo drogado, intento recordar qué pasaba mientras tanto y, en la medida en que la cinta avanza, también trato de olvidarlo. El arrepentido carga con la influencia de los vastos y abrumadores sistemas que imponen la culpa. 

Volvieron los días de calma y con ellos las palabras inconclusas. En el agua de nuestros ojos, pozos simbólicos, reinaron las impresiones y las verdades. En su imaginación, fui libre. Pero, dentro de mí, esa incontrovertible estructura cósmica, fui tonta. Estúpida e imperdonable. Una geografía indagada que, en la incapacidad de utilizar palabras, no quisiera volver a explorar. 

Aún no existen las promesas entre nosotros. Y no existirán. Ausentes  de poemas y de verdades, seguimos nuestra vida centímetro a centímetro. Hablamos de quedarnos en la cama, lejos de los llamados del mundo. De amarnos, místicamente entrelazados, de amarnos más allá de las convenciones. 

… Pero la vida, no tiene finales redondos y ahora su teléfono no para de sonar. 

viernes, 26 de febrero de 2016

Cruces sin cristos

Los años de indecisión y de pensamiento no desaparecen porque así lo decreten o les convenga a los que persiguen la coherencia. Simple y vagamente, se van. 

Ilustración: autor desconocido, encontrada en Tumblr.

Justo el día en el que los católicos acostumbran marcar su frente con una cruz, decidí bordar en mi cuerpo el símbolo del pecado. La señal atraviesa mi ombligo de izquierda a derecha y del centro hacia abajo. Porque polvo fui; pero, no por eso el polvo lo convertiré. 


El miércoles 10 de febrero de 2016, a las 6:30 de la mañana, autoricé a un médico de Profamilia para que ligara mis trompas. El procedimiento incluía otros verbos como cortar y cauterizar. A las 8:00 a.m., aproximadamente, y mientras un grupo de jóvenes protestaba frente a la sede del polémico instituto, sentencié a muerte la idea de maternidad. Al menos en lo que respecta a mi galaxia. 

Imagino que mientras yo viajaba por los efectos alucinógenos de la anestesia general, ellos – los jóvenes que protestaban con velas – veían la culpa todo el tiempo. Acostumbrados a ella y orgullosos de su habilidad para desafiar lo que en el estómago produce, prometen velar su idea durante 40 días, “40 días por la vida”. 

Sin mayor posibilidad  de reflexionar, me abstuve de tomar sus caminos y descalificando cualquier comentario, cercano o ajeno, le entregué mi cuerpo a uno de los actos más condenados dentro de la que podría considerarse: “la política pública para ser mujer” aprobada por las damas, en mi caso, antioqueñas. 

Esas mismas que consideran la adopción un camino equivocado porque: “Uno no sabe eso cómo irá a llegar de dañado. Con qué mañas”. Round número uno: “Los humanos como un eso”. 

Parágrafo 1: las críticas llueven

Desde que tenía unos 18 años comencé a construir mi propio discurso de la no maternidad. De la mano de esa edificación hubo comentarios que nunca desaparecieron: “Estás muy joven como para pensar en eso”. “Vos ni sabés lo que estás diciendo”. “No diga nada que dios la va a castigar con unos cinco pelaos”. Round número dos: los hijos como castigo. 

A medida que el tiempo transcurría la idea se volvía más fuerte y pese a que me encanta cargar bebés, tomarme fotos con ellos y asombrarme con la forma cómo sus sentidos reciben el mundo, el discurso era el mismo: “Lo que mi cuerpo creará no serán humanos”. Pero, como el dinosaurio, las críticas siempre estaban ahí. 

Mis parejas pueden decir de mí que estoy loca. Que soy una impulsiva manipuladora. Pero, jamás, que quise hacerles padres sin consideración alguna. 

En la década de mis 20 años terminé el edificio y a los 28 años hice mi primer intento por firmar la “esterilidad”, palabra muy fea pero que describe bien la situación. Primero lo intenté por la EPS; pero, algo le decía a los médicos que mi estado mental no era el mejor. Sugirieron que, para asegurarme de que estuviera tomando la decisión correcta, debía visitar un par de psicólogos y unos cuantos psiquiatras. Round número tres: la idea de la no maternidad como un estado de locura. 

Convencida de no someterme a tan humillante reallity, tomé la decisión de esperar a cumplir mis 30 años para cerrar el camino. Con o sin aprobación de la EPS, pagado o no pagado por mí. 

Durante esos 24 meses encontré una luz, Maritza. Ella me contó de Profamilia y de la facilidad que ofrece dicha entidad a la hora de decidir una tubectomía, ese es el nombre elegante. 

¡Mujeres! Profamilia es respetuoso. Una entidad que informa sin pretensiones morales y que, lo único que exigen es una consciencia de que esta es una decisión propia, de nosotras, quienes podemos gestar. No se dejen engañar por los miedos que otros quieren infundarnos cuando, al tratarnos a todas como unas “adolescentes descontroladas”, nos dicen. “Eso no te lo hacen tan joven”. Knockout número uno: hay quienes nos respetan. 

Parágrafo 2: de mulas y de mitos

Una vez tomada la decisión empezaron los momentos incómodos. Pese a que la única persona de la cual me importaba su opinión: mi mamá, siempre estuvo de acuerdo con la decisión, no se hicieron esperar las opiniones no pedidas y descontroladas. 

Inicialmente pensé en omitir los detalles de la cirugía. Pero, a la primera respuesta de: “Me voy a poner tetas” me sentí tan ridícula que a todo aquel que me preguntaba le contestaba: “Me van a castrar”, sin discusiones biológicas, todos comenzaron a entender de qué se trataba el procedimiento. 

Me dijeron desde: “Vas a quedar estéril como una mula” hasta, “¿y eso si te lo cubre una incapacidad siendo una decisión tan personal?”. A esa última persona le dije que estaba cambiando cuatro días de incapacidad por más de 60 de licencia de maternidad, lo cual representaba por lo menos un ahorro en 56 días de trabajo. 

De nuevo me dijeron que me iba a arrepentir, pero esta vez cuando tuviera una pareja para darle un hijo. Round número cuatro: los hijos como una forma de complacencia femenina a lo masculino. 

Entre las listas de enfermedades quedaron consignadas: cáncer de cuello uterino, un no sé qué en la matriz y hasta depresión cuando viera caminando a un infante. 

En el último mercado mi mamá no me compró toallas higiénicas. Al preguntarle por ellas me dijo: “¿Cómo así y es que eso no es como con las perras?”.

¡Mujeres! Seguimos teniendo una vida sexual normal –incluso mejor-, nuestros períodos siguen llegando cada mes y  también sufriremos de menopausia. Mi piel tampoco envejecerá y mi cabello no se secará. 


Parágrafo 3: la cirugía

Cuando ingresé al lugar donde sería la cirugía había unas 15 mujeres que iban a realizarse el mismo procedimiento que yo. Todas madres. Dos de apariencia joven, una morena de caderas amplias y yo. Las demás, adultas. Una de ellas lloraba y decía que no quería operarse y que prefería que fuera su esposo el que lo hiciera, al preguntarle por qué no lo hacía él contestó: “Cada que le digo cruza las piernas y dice que qué dolor de güevas”. Round número cinco: la vasectomía también es una opción. 

Todas comenzaron a contar sus historias. Yo, expectante. “Tengo cuatro hijos que son mi vida, pero no quiero tener más y a mi marido no le gusta que planifique”. “Tengo tres y no puedo con más”. “Yo no me quería operar, pero me va a tocar con tanto muchachito”. De repente, la discusión llegó a mí: “No tengo hijos”. Reinó el silencio. 

Luego vinieron la aguja, el quirófano y la anestesia. Lo último que supe de mí fue que me preguntaron: ¿está en ayunas? Lo siguiente fue despertar en tren, viajando por algún lugar muy parecido a Machu Pichu, pero de colores rojos y amarillos. Cuando aterricé estaba en la sala de recuperaciones orgullosa de haber firmado esa sentencia que a muchas todavía les persigue el pensamiento: la decisión, respetuosa (porque no culpo a quienes sí lo hacen), de no gestar hijos para esta sociedad.  

Knockout definitivo.