lunes, 28 de abril de 2008

Maniobras viciosas emparentadas con la crueldad mental


“Los hombres son absurdos, se entretienen en trazar rompecabezas con las cosas del cielo, como si no tuvieran bastantes quebraderos de cabeza aquí en la tierra”.Arturo Cancela

Decididamente, los rompecabezas imitan el funcionamiento imperfecto de la raza humana y es por eso que descubro un gusto especial en ellos. Armar piezas, desarmarlas y poder decidir sobre una misma figura. ¿Qué falta? ¿Qué no falta? ¿Qué va aquí? ¿Qué va allá? Es muy posible que estos entramados de fichas de cartón terminen por revelar mis comportamientos obsesivos, e incluso hasta mi necesidad de estar controlando.

Lo que resulta curioso es que en medio del dominio de mi mundo que traza el año de 1984, en el que controlo los desplazamientos y pasatiempos, también resulto convertida en una persona paciente. Los rompecabezas, también conocidos y aprobados por la Real Academia de la Lengua Española como puzle, terminan siendo una de mis salidas a los momentos de desespero y tal vez una de las únicas actividades en las que puedo permanecer constante, sin desfallecer y sin pegar un grito que se ahogue en una pieza de cartón.

En el fondo del asunto creo que a todos nos gustan los rompecabezas. Unos los llaman acertijos; otros, cubos; incluso otros le dicen vida, y tal vez algunos lo llamen Dios. Eso sí, la manía es evidente y la necesidad de andar armando cosas sobre la nada es irremplazablemente humana.

Además de ser humana es una manía antigua. Este juego de mesa que combina correctamente un conjunto de partes fue inventado en 1762 por el cartógrafo londinense John Spilsbury, un tipo maniático, seguramente, que quería controlar con el único pretexto de educar. Demasiado controlador y entretenido como para hacer parte de un proceso educativo. Un siglo más tarde Milton y McLaughlin Bradley comenzaron a fabricar los puzle y a venderlos en series.

Cuando digo que Spilsbury debió haber sido una especie de tipo maniático no estoy mintiendo. El hombre era propietario de una imprenta en la Calle Russell en Covent Garden, la cual era caracterizada por ser la más mágica y sorprendente de todas. A su alrededor podían observarse las piezas claves para armar un mundo: mapas y cartas, objetos de escritorio, almanaques, Biblias, impresos de todos los gustos y montones de mapas recortados. En una sola habitación existía la tierra representada en los mapas, la manía de medir el tiempo en los almanaques y la necesidad de un Dios enmarcada en un libro que dice tener más de cinco mil años.

Los puzle empezaron a extenderse y a ser populares entre los niños. En pleno siglo XVIII, cuando aún no se habían inventado las tiendas de juguetes, tener un rompecabezas a la mano era algo más allá que tener un lujo. Estos eran tan costosos que su precio podía llegar a ser igual al del salario de un agricultor de la época. Solo tenía un puzle quien por la clasificación natural estuviera en la capacidad de tenerlo.

Hoy día, las cajas enteras de rompecabezas esperan en las estanterías de los almacenes a ser adquiridas por una mano maniática, una de esas manos que construye y que destruye sus propios ideales reflejados en un cuadro plano de cartón subdividido en una infinidad de mundos.

Más de veinte años tuvieron que pasar para que los rompecabezas dejaran de ser mapas y más de un siglo para ser objetos populares entre todas las clases sociales.

246 años después de su descubrimiento los rompecabezas siguen haciéndole honor a su nombre y, como objetos de estudio, puede decirse que el más grande de los puzle que ha existido fue fabricado por Spilsbury en 1760, éste pegó uno de sus mapas a una tabla de madera y luego la cortó en piezas según la forma de de los países.

Así mismo puede decirse que el más pequeño de los rompecabezas fue fabricado en suecia y que el Guinness World Records de 1984 considera que el puzle más difícil de montar tiene 99 piezas y mide 7,75 x 5,7cm.

Según el Guinness World Records el puzle más grande se montó en Francia hace algunos años. Medía nada más y nada menos que 4.783m² y estaba compuesto de 43.924 piezas. Otro fue el que se montó en 1991 en Holanda: tenía 204.484 piezas y unas dimensiones de 95,25 m².


La primera crueldad de la mente

La primera vez que me rompí la cabeza haciendo un puzle ni siquiera sabía que podía llamarlo puzle. Con decir las ‘fichitas del conejito’ era más que suficiente, de inmediato todos sabían a que me refería, a ese conejo bandido que abrazaba una flor y que se guardaba en una caja ordinaria que decía ‘rompecabesas’, si mal no lo recuerdo la cabeza de tanto romperse había quedado con S. Ésta, tan singular, había sido comprada en la Plaza de Mercado de Rionegro.

Tenía siete años y nunca pude terminar de armar el dichoso conejo, el puzle se convirtió en algo tan popular que ya ni siquiera importaba que los vendieran ordinarios y con una cantidad de piezas ausentes. Del conejo conocí sus ojos, lo vi abrazar la flor, sentí la textura plana y toscas de sus piernas; pero, fue la primera vez que presencié la maldad de un hombre reflejada en un animal, al conejo nunca le conocí una de sus orejas, por capricho de la economía un fabricante sin escrúpulos hizo que, mi primer rompecabezas, fuera el escalofriante producto de una mutilación.

Desde aquel entonces comencé a armar rompecabezas y aunque nunca he llegado a ser una experta, me siguen gustando. Tampoco los colecciono, las cosas no van más allá de un gusto por el misterio que trae cada ficha y por la necesidad inminente de tenerla que poner en su lugar. Algunos acompañan mis objetos del pasado, otros hacen parte del presente y hay unos que todavía esperan a ser armados.

Los rompecabezas nunca tienen fin y siempre seguimos armando un mundo, nuestro mundo, el mundo de otros. Hoy día son tan diversos que hasta se concentran en páginas enteras, atormentadoras, bellas, únicas, insatisfechas.

Es como si en un solo espacio las piezas de la oreja del conejo se devolvieran hacía mi vida. 15 años después sigo armando rompecabezas y ahora literalmente trato de romper mi cráneo resolviendo un misterio, una pieza ausente que me dará como resultado el nombre de un asesino en serie.

Mi último rompecabezas es un libro, tal vez uno de los libros con el nombre más bello que jamás haya visto. Se llama ‘Elogio de la pieza ausente’ y fue comprado por otras manos en 12.000 pesos, en una canasta de ofertas. Seguramente a su autor, Antoine Bello, no le fue muy bien y por eso el pobre libro terminó en la caja de la ambigüedad. Digo que de la ambigüedad porque es la caja a la que no queremos llegar quienes deseamos escribir, pero a la hora de leer es nuestra caja favorita para comprar.

‘Elogio de la pieza ausente’ ha sido mi último rompecabezas. En 48 piezas, que equivalen finalmente a 47 lecturas, unas más apasionantes que otras, el autor revela el rostro de un asesino en serie, un hombre que mata destruyendo y reconstruyendo puzle. En sus asesinatos siempre corta una parte de su víctima diferente y deja, en su reemplazo una fotografía suya que representa la misma parte que acaba de mutilar en el cuerpo inerte. Se habla de la pieza ausente porque la pieza número 48 del rompecabezas equivale a esa pieza que todos hemos perdido en algún momento, es una pieza en blanco, una ficha ausente.

Y así avanza la vida, como un rompecabezas en el que hay malos, buenos, manos asesinas y dadoras de vida. Una necesidad de construir, un deseo inminente de controlar algo. Los días se pasan mientras los seres humanos seguimos sin comprender que en nuestras manos y nuestra cabeza habita ese inminente impulso de, como en un puzle, armar un mundo que más tarde vamos a destruir.

martes, 1 de abril de 2008

De mis amaneceres kafkianos y las siete vidas del diablo


Si hay algo peor que despertarse convertido en cucaracha, es despertarse con la cucaracha encima. Desde hace una semana estoy recibiendo señales. No entiendo por qué a mí pero parece que el dios ‘Cucaracho’ está empeñado en mostrarme mi camino como defensora de la estirpe de las cucarachas.

El domingo 23 de marzo, siendo las cuatro de la mañana, mientras dormía, sentí que algo me caía del techo palmoteando mi cara, directamente al cachete y con dirección a mi lunar. Me desperté acelerada para saber qué era lo que estaba pasando y quién se atrevía a interrumpir mis sueños con una caricia. Cuando prendí la lámpara encontré que al lado de mi almohada una cucaracha reposaba. De inmediato lancé un grito de auxilio.

Los ecos hicieron que mi mamá apareciera. Al verme alabando y saltando en nombre de la cucaracha tuvo una segunda aparición, esta vez parecía una heroína, insecticida en la mano y chancla en el cinto de su pijamita de dormir. A pesar del escándalo, los poderes de mi mamá no bastaron y la cucaracha se escapó. Nuevamente volvíamos a nuestras camas confiadas en que el insecticida hubiera hecho bien su trabajo.

Tan solo pasaron 10 minutos cuando empecé a sentir que ese mismo amante silencioso acariciaba la planta de mis pies. Con los ojos cerrados pensé que no podía ser la cucaracha, que era demasiado absurdo; pero, prendí la lámpara y nuevamente estaba ahí, Gregorio Samsa convertido en cucaracha se balanceaba lentamente sobre mi cama, envenenado, con sus últimos alientos, pero feliz de hacerme pasar la peor noche de la vida. Otra vez grité y la heroína apareció. Esta vez hizo uso de su último y desagradable recurso, Gregorio se quedó estampado en la chancha rosadita.

Antes de regresar a la cama la heroína me dijo: “Ese era el diablo y eso le pasa por no rezar en Semana Santa”.

Pues si señores, la primera muerte del diablo tuvo lugar en mi casa en la madrugada de un domingo 23 de marzo, que además era domingo de resurrección. ¿Los motivos de la muerte? Una hija que no reza.

Tranquila por la muerte del diablo y la desaparición de la cucaracha, seguí viviendo. En medio de la Semana de Pascua y del trabajo se me olvidó el incidente y no volví a pensar, ni en cucarachas, ni en el diablo, ni en mi mamá, ella salió de viaje.

Hoy, primero de abril, siendo la una de la mañana me desperté asustada pensando en Gregorio, prendí la lámpara y ahí estaba nuevamente, no sé si era el diablo que regresaba o si era otra vez Gregorio convertido en cucaracha, pero nuevamente me miraba.

Ahora no sé qué pensar, sigo teniendo días difíciles, el diablo me persigue, las cucarachas me exigen salvarlas y Gregorio Samsa insiste en conquistarme. Parece que soy demasiado irresistible a la hora de acariciar esas antenas.

Lo único que sé es que esta vez fue gracias a mi padre, pero el diablo murió por segunda vez. ¿Cuántas vidas más le quedan a Satán?