martes, 21 de agosto de 2012

Diplomacia, esa terrible palabra


Toda diplomacia es una guerra continua por otros medios.
Zhou Enlai

Por un momento imagino mis últimos cinco minutos de vida. Tengo la soga al cuello y un verdugo, de esos que salen en las películas y en las páginas de los libros, me pregunta por la palabra que más odio. “Diplomacia”, le contestó, sin duda alguna. 

Antes de irme feliz a la tumba me despierto. Estoy sentada en el bus y por unos instantes razono alrededor de esas incomodas letras. Entre los líquidos que suben por mi cuerpo y la gastritis que me produce escucharlas, pienso en lo mucho que desprecio la diplomacia, en las cosas que creo se esconden detrás de su carita de oveja y en la delgada línea que separa lo diplomático de la falsedad.

Luego recuerdo a los doctores de lo correcto y en mi cerebro retumba una voz: “Perla, te falta una buena dosis de diplomacia”. Advierto en sus miradas el desastre de mi historia laboral y recuerdo como por años, en una especie de cacería de brujas, me han perseguido para inyectarme ese “gen”, la sustancia diplomática que augura mi éxito y me librará del karma que trae consigo meter las patas tres veces por minuto.

La diplomacia me persigue, me abruma, me obsesiona. Puedo sostener que no hay una cosa en el mundo por la que haya trabajado tanto y logrado tan pocos resultados. La metodología incluye leer libros, escuchar canciones y citar frases en las redes sociales. Todo falla, cada vez me gusta más la insolencia y por más que hago ejercicios para pilotear los sentimientos, siempre termino en el mismo lugar: estrellada.

Pero, ¿qué es la diplomacia? ¿se parece en algo a la dosis de falsedad que me han pedido todos mis jefes? Deduzco que el problema radica en el lenguaje y en el rango que se ocupe dentro de una organización, algunos son más iguales que otros y otros tienen que ser más diplomáticos que algunos.

Convertida por error en un asunto personal, la diplomacia se centra en las relaciones de las naciones, es decir en los asuntos internacionales. Rodean este término palabrejas como soberanía, comprensión, aplicación de la inteligencia, negociaciones, política y reglas. Sorprende que no aparezca el término hipocresía.

Y es que sin mayores preámbulos en mi mundo, que afortunada o desafortunadamente no es el mismo de mis jefes, la diplomacia es un asunto de hipócritas, una guerra que como bien lo decía el político chino Zhou Enlai, se juega por otros medios.

Pausa... Y regresa el lenguaje, asunto clave que por necesidades de control ha terminado en una de las comparaciones más detestables de la humanidad: igualar la tan admirada táctica con la diplomacia, asumiendo que el tacto es igual a lo “políticamente correcto”. El día en que se interiorizó esa comparación seguramente algo explotó, limitó el poder de la palabra cotidiana, de la fuerza y puso los hechos por debajo de los caprichos humanos que no soportan la verdad.

Desde aquel big bang de la falsedad, ser diplomático representa una hipocresía jamás imaginada, que puede traducirse en tres reglas: no pronunciar las palabras que el interlocutor no esté dispuesto a escuchar, alargar asuntos que generalmente van a terminar mal y deshonrar la honestidad en la búsqueda de la supuesta “aplicación de la inteligencia humana”.

Organizacionalmente, la diplomacia es un asunto de mercaderes, de negociantes, de vendedores al mayor y al detal, es el arte de decir lo que el cliente quiere escuchar. Sofocleto,  como se hacía llamar el periodista peruano Luis Felipe Angell, quien murió en 2004, supo resumirlo al decir que era el “arte de no perder el cargo”.

Pero como la hipocresía es el motor del mundo, sigo trabajando en ser diplomática. A veces pienso que seré una dama, recuerdo a Mae West y luego todo se me olvida. 

Mientras tanto seguiré recibiendo cachetadas por imprudente y, de vez en cuando, escuchando aquella canción de Sabina que, sabiamente e incluso siendo más inteligente que cualquier otro pensador de corbata, sostiene: “por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron y más de un bofetón”.

Vuelvo a dormir, segura de que en pocos días, alcanzaré el poder diplomático. Mi boca se cierra en un acto de burla que solo la hipocresía puede despertar. Bienvenidos los balazos adornados con agua bendita.