lunes, 30 de septiembre de 2013

A Careteta se lo tragó a tierra

La rosa y la muerte. Esteban Ravanal.

Personajes reales alterados por recuerdos ficticios de la infancia.


Careteta era mecánico de carros. Tenía los brazos fuertes y una barbilla desarreglada. Le gustaban las camisillas pegadas y los pantalones rotos. Siempre los llevaba llenos de grasa. Todo en él parecía normal, a excepción de un pequeño detalle: en las  noches dormía con los restos de su hermano.

Trabajaba en Las Playas, un barrio que queda a unas cuatro cuadras del parque de Rionegro y que para 1995 era famoso por tres cosas: los marihuaneros que se hacían en las esquinas, las inundaciones que en todos los inviernos provocaba el río Nare y los talleres de mecánica. Quienes habían viajado a Medellín, durante esos días en los que Rionegro todavía era un pueblo, decían que “Las Playas era el Barrio Triste del Oriente”.

De pila lo habían bautizado Omar; pero, todo el mundo le decía “Careteta”. Aunque nadie sabía por qué. Unos aseguraban  que era culpa de su cara de bobo, otros le atribuían el singular apodo a un lunar café con forma de verruga que tenía en la cara. Y los demás, que no tenían tiempo de andarse preocupando por esas cosas; simplemente le decían Careteta, a secas.

Tenía unos 25 años. Era hijo de una familia mediana, de esas de pueblo que hablan duro y que le sirven mucha comida a la gente cuando va de visita. Vivía en Altos de la Capilla, un sector que se construyó a punta de proyectos de vivienda de interés social y que era famoso por tener como vecino al Cementerio Principal de Rionegro.

Casi todo lo que rodeaba a Careteta se parecía a la muerte: cadáveres de carros que se desangraban entre grasa y aceite, los vecinos silenciosos del campo santo y su compañero de cama: una bolsita llena de huesos de bebé.

Las vecinas chismosas decían que Jaqueline era lo único radiante en su vida. Tenía la carita blanca y el pelo del color del sol. Unos 18 años decorados con 1 metro y 55 centímetros de estatura, y 50 menudos kilos. Vivía en Las Playas y conoció a Careteta con la piel llena de grasa. Su padre era uno de los ganaderos del pueblo y aunque Omar no le gustaba mucho como yerno, aceptaba aquel cuento de hadas que semejaba la historia de La dama y el vagabundo.

En el día Jaqueline se la pasaba por el barrio hablando con un lorito que tenía como mascota. Se llamaba Cabezón y era grosero y malhablado. Quienes se atrevían a tocarlo sabían que corrían el riesgo de perder el dedo por cuenta de un picotazo del endiablado animal.

Pero el malencarado loro no era lo único diabólico en la vida de Jaqueline. Tampoco Careteta, aunque decían que le pegaba tan fuerte como a un motor de camioneta. Pocos sabían que en las noches Jaqueline también perdía la luz mientras intentaba evadir a los seres del inframundo que intentaban quitarle su sonrisa.

Tenía una serie de rituales nocturnos que practicaba antes de irse a la cama. Se soltaba el pelo, se lo peinaba varias veces y se untaba un poquitico de ajo. Por último se ponía una bata blanca y un rosario encima.

Su cama tenía amarrado un cinturón de los que usan los frailes Franciscanos, más ajos a los lados y estampas de vírgenes y de santos. En las paredes habían más estampas y antes de acostarse a dormir era importante prestar atención a cada paso: cuatro agujas, clavadas en las puntas del lecho, terminaban de pulir la decoración del cuarto y amenazaban los pies inquietos que por allí merodeaban sin permiso.

Jaqueline, además, dormía con la luz encendida, tenía miedo de que una bruja la atrapara en la noche. Sus padres: don José, el ganadero, y doña Otilia, quienes sabían del ritual que se preparaba cada noche, aseguraban que un duende estaba enamorado de su hija.

Tal vez por eso, la pequeña rubia de ojos grandotes y labios carnosos nunca sintió asombró por el compañero de noches de su novio. Incluso, en algunas ocasiones llegó a compartir espacios con él. Era flaquito, ya había perdido toda su carne, no tenía color y desde hacía unos 25 años, los mismos que Careteta, no había crecido.

Se trataba de los restos de su hermano gemelo, quien murió en el momento en el que ambos nacieron. A la mamá de Careteta una señora del pueblo le dijo que cuando un gemelo se moría el otro no resistía la perdida y también se moría a los días. Para combatir el hechizo, según la señora (seguramente gorda y con bigotes)  era necesario que el bebé durmiera con los restos de su hermanito muerto. Así lo iba a sentir para siempre.

La mamá creyó, Careteta se acostumbró y esa pequeña bolsita de huesos se convirtió en algo sagrado al interior de ese hogar mediano, donde se hablaba duro y siempre había mucha comida para los que llegaban de visita. 

Pasados los años, Jaqueline y Careteta se casaron. Los comentarios asecharon y el mito de una pareja que dormía con las luces prendidas, la cama llena de estampitas y una bolsa de huesos en la mitad, creció.

Dicen las historias que tuvieron una hija. Que él le siguió pegando con sus brazos fuertes de mecánico y que ella un día se cansó y se fue con su cara de princesa.

Un día ambos desaparecieron. Algunos dicen que se los tragó el infierno.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Libreto a mano armada

Ilustración: Perro Pardo
Aventuras indignantes de un atraco en Medellín. 

Acto número 1
“Tomémonos algo en Zorba que el lugar es muy agradable y se puede conversar”.  Zorba: café ubicado sobre la Calle 8 de El Poblado. A media cuadra de la avenida principal de este barrio, uno de los “mejores” de Medellín.

Acto número 2
Salida de Zorba rumbo a la farmacia de la esquina para comprar pastillas. Tiempo recorrido: 1 minuto. Distancia: media cuadra.

Acto número 3
Sacar el celular en una esquina llena de gente y de luz. Motivo del “papayazo” (término usado por los colombianos para justificar a los ladrones): recordar un abrazo.

Acto número 4
Atraco con arma de fuego. Dos hombres en moto. Dato de contexto: ciudad donde los parrilleros hombres están prohibidos. Desenlace: llanto y paranoia. Reporte de perdida: celular Samsumg Galaxy SIV. Aproximadamente un millón 500 mil pesos en el mercado.

Acto número 5
Llamar a mi jefe para que hiciera cambio de contraseñas en las cuentas del periódico. Llamar a Tigo a reportar el robo del celular. Para rescatar: el libreto de Tigo está diseñado para que en el Call Center primero le pregunten al cliente si su salud se encuentra en perfecto estado. Mi jefe me ofreció plata prestada.

Acto número 6
Ir al CAI del Parque de El Poblado. Objetivo: reportar que estaban atracando en el sector. Se sabe que allí no se pueden hacer denuncias. Aunque suelo creerle poco a los policías, el agente que me atendió me dio la impresión de ser sincero.

Agente: ¿Qué le pasó?

Perla: acaban de atracarme en la esquina de la Pasteur. A una cuadra de acá. Eran dos hombres en una moto pequeña y de color blanco. No le alcancé a ver las placas.

Agente: ¡Otra vez esos hijueputas por acá! (Toma el radioteléfono) Para reportar la presencia de dos hombres en una moto pequeña tipo 100. Atracaron a una persona. Mirar en vías alternas. Ya los agentes tienen el reporte. ¿Sabe qué moto era?

Perla: no. Yo no sé de motos. Pero tenían un arma, una pistola.

Agente: un arma, ¿de fuego? ¿Era de verdad?

Perla: no sé. Tampoco sé de armas. Pero era mejor entregar el celular. Me dio miedo.

Agente: la moto era como esta que hay allí atrás (sale caminando para la parte trasera del CAI). Ya no está, salieron los compañeros. Pero bueno, puede denunciar en cualquier inspección de Policía mañana desde las 8 de la mañana hasta el medio día o ya el lunes. A esos hijueputas ya los hemos cogido como cinco veces pero la Fiscalía los suelta a los tres días.

Acto número 7
Desahogo en Facebook.

Ayer (viernes) a las 8:30 de la noche en esta Medellín que dice ser un hogar para la vida, en la misma que los motociclistas tienen prohibido andar con parrillero, dos hombres que iban en una moto pequeña y blanca (me dicen que pudo ser Biwis) me encañonaron en la esquina de la farmacia Pasteur que queda cerca del Parque de El Poblado. Uno por detrás (no lo vi) y otro por delante (moreno, alto, rapado y con ojos grandes, como si estuviera más asustado que yo). El de adelante sacó el arma, la puso en mi barriguita y me dijo: "Te vas a hacer matar malparida". Entregué el celular. El de atrás se montó a la moto y el de adelante empezó a halarme el bolso. Yo empecé a gritar: ¡Ladrones! ¡Ladrones! y ellos huyeron en la moto (no sé cómo, pero logré quedar con el bolso en la mano). La Pasteur estaba llena y drogas La Rebaja, que queda al frente, también. En la entrada de Zorba habían unas 10 personas. Nadie me dijo nada, nadie hizo nada. Solo al llegar a la esquina del Palermo, mientras lloraba y seguía gritando como una loca para ir a encontrarme con Ronal, un hombre y una mujer se me acercaron para abrazarme y decirme que la vida era lo más importante. A los señores ladrones: no se llevaron un celular, se llevaron la confianza de alguien que todavía creía en esta puta ciudad.

Estadísticas importantes:
75 “Me gusta”. Estoy segura que no quisieron decir eso. Pero, Facebook no tiene la opción de “No me gusta”.
14 veces compartido.
97 comentarios. El 80 por ciento de ellos incluía abrazos.
15 mensajes internos.
10 llamadas de personas preocupadas.
10 mensajes en whatsapp

Acto número 8
Intento de denuncia. Comencé en una inspección de Boston. Me dijeron que no atendían los sábados y que para delitos menores debía dirigirme al búnker de la Fiscalía o a la estación de La Candelaria, de lunes a viernes. Resultado: esperar 48 horas más.

Acto número 9
Ir a Tigo a recuperar la línea y a endeudarme para tener un nuevo celular. Menos potente, menos aparente, de menor envidia, menos público. Requisitos: que se pueda sacar en un lugar diferente a la casa o a la oficina. Un celular que no potencie el miedo.

Acto número 10
Lunes 2 de septiembre. Día compensatorio. Motivo: denuncia.

Madrugué a la estación de policía de La Candelaria. Me fui en taxi porque ando sospechando de todas las personas que se me acercan. Llegué antes de las 8 de la mañana. Un policía me atendió y me preguntó que a qué iba. Le dije que a denunciar un robo. Me preguntó que de qué, le dije que de un celular.

Me entregaron un formato (denuncia predeterminada) con doble hoja y papel carbón en la mitad. Es un formato para declarar robos menores. Preguntan la fecha, el nombre del atracado, la cédula, un teléfono de contacto, el lugar y la fecha donde acontecieron los hechos y los objetos o documentos robados.

Antes de firmar hay un letrero, también predeterminado, que dice: “Informa que desconoce quién cometió el hurto, así como donde se encuentra o pudiera encontrarse y que no desea formular querella ya que su única pretensión es que las entidades correspondientes tengan conocimiento de lo sucedido y se realicen los trámites pertinentes. Lo anterior se expide a solicitud verbal del interesado con el objetivo de adelantar trámites legales y no es válido como documento de identificación”.

Luego, hice una fila para esperar a que me atendiera la señorita agente (los policías no tienen nombre). Mientras esperaba y miraba la fría estación pude ver varias cosas: a un hombre que lo iban a trasladar para la cárcel de San Cristóbal, antes del atraco me hubiera dado pesar y hubiera dicho que era humano y en fin… Pero no me dio pesar. Ya tengo el corazón dañado. También vi a un policía coqueteando con una chica y a dos señoras a las que no les funcionaba el lapicero.

Dos minutos antes de entrar a donde la señorita agente llegó a la estación una niña de 17 ó 18 años, morenita, con la cara tierna y uniforme azul como si estudiara enfermería. Estaba llorando y no tenía zapatos. La habían acabado de atracar, mientras se bajaba del bus a una cuadra de la estación de policía. Le robaron todo. Por el desespero que se le veía, dejé que entrara antes que yo. Luego la abracé.

Por fin llegó mi turno. La señorita agente me saludó, recibió la denuncia y se produjo la siguiente escena. Luces, cámara y acción.

Agente: ¿Por qué va a denunciar?

Perla: porque creo que es el deber de todo ciudadano cuando lo atracan.

Agente: ¿Es para hacer reposición de equipo?

Perla: no.

Agente: pero usted sabe que esto no le va a servir para nada.

Perla: sí, yo sé. Pero creo que si uno como ciudadano se conforma con esa respuesta, esto va a seguir así de mal. Creo que hay que denunciar y estoy en mi derecho de hacerlo. No me interesa el celular, yo sé que no va a aparecer; pero, me interesa que ustedes lo sepan y estén alertas al sector. Yo denuncio para que ustedes trabajen.

La agente parecía apenada luego de mi corto discurso. Aunque el formato es predeterminado, me preguntó que dónde había sido. Le conté que en El Poblado, con arma de fuego, dos hombres en una moto.

Agente: Mmmm a esos ya los tenemos identificados. Es normal que atraquen por allá. Los han denunciado varias veces y también los han cogido varias veces. Es una bandita. Pero como son delitos menores la Fiscalía los suelta rápido. Si le hubieran disparado tal vez se podría hacer algo más. Algún día caerán. Algún día.

Firmó el denuncio.

Me fui asombrada. En especial por esa última parte: “Si le hubieran disparado”. Me recordó esos momentos de urgencias en los que si no hay sangre abundante no hay enfermedad. Tal vez un hueco en mi estómago o una invalidez hubieran sido pruebas suficientes para detener a los hampones.

A las víctimas de robos en El Poblado lamento informarles que no los obligué a dispararme y que por eso de ahora en adelante se tienen que aguantar los atracos y atropellos. Hasta que alguien esté dispuestos a prestarle uno de sus órganos a los méritos de la justicia colombiana.

Nunca me preguntaron por el momento del robo. Tampoco por el lugar exacto ni mucho menos si me acordaba del ladrón, de su cara o de su ropa. La historia del arma de fuego fue solo un fantasma que se esfumó luego de la fría conversación con la señorita agente.

Todos los esfuerzos que hice para recordar al ladrón solo me sirven como una buena ejercitación de la memoria. Esa mirada tan común en los ojos de los jóvenes de Medellín, esa que te dice que pueden matarte sin ningún remordimiento, solo transita en mi cabeza y por alguna de las calles que quedan cerca del barrio El Poblado en Medellín.

lunes, 26 de agosto de 2013

¡Juicio!


Ilustración: José Quintero
Sé quien eres. Eres ese al que nombraron amo y señor de mi destino y que me ha aplastado con su pie.
Los ojos del hermano eterno, Stefan Zweig.

Un texto para levantar la ceja.
 

Ayer me dijeron juez. Mi ojo derecho, el que ve, se quedó mirando la palabra. Tan clara, concreta y nítida. Tan dura, tan distante tan necesaria. Luego, su compañero, el ojo izquierdo (parte de mi cuerpo que está acostumbrada a dudar), hizo el mismo ejercicio. En su segunda oportunidad la palabra juez parecía mareada, sensible y confusa.

Con la obsesión que me caracteriza comencé a revisar lo que sabía de los jueces. En el tablero que usé para dicho ejercicio aparecieron palabras claves como justicia, juicio, testigos, justos, juzgar, interpretar, entender, opinar, determinar, deliberar, sentenciar y, por supuesto, la injusticia. Omito varias.

Ente sus distancias y cercanías, todas lograron hacer un hipervínculo con uno de los últimos libros que, con una lágrima, he dejado descansar sobre mi biblioteca. Se trata de Los ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig, un texto que habla de justicias e injusticias, de juicios, de jueces, de sabiduría y de hombres que mueren a la deriva de un olvido que se queda en los dientes de los perros que consumen una historia.

Mientras deambulaba entre los recuerdos de Virata, el protagonista de la historia de Zweig, y el calificativo que había recibido, tropecé con dos reflexiones que hoy terminan en un vergonzoso ejercicio de escritura disfrazado con la más terrible de la formas, de por si terribles, que tiene la superación personal.

Primero, tropecé con la idea de que palabras como juez y juzgar han sido víctimas del mal uso que por fuera de la lingüística les hemos dado los seres humanos. Luego, creí tener la sensación de que llamar a otro juez trae consigo un juicio, pajazo mental que me tranquilizó al lograr entender que desde el principio y hasta el final de mi conversación, siempre hubo dos jueces. Por ahora, el diálogo queda a disposición de los inspectores de la N.S.A., quienes nos dirán terroristas del pensamiento.

A mi interlocutora le dije que siempre tenía que haber alguien incomodo que dijera lo que otros no quieren escuchar. Seguramente se reirá de este post levantando una ceja, tendrá sus cachetes de color rojo y entre dientes pronunciará los siguiente sonidos: “Tan charra”. Parafraseando a Borges, solo suelen herirnos las personas a las que amamos. De las heridas, a veces, brotan palabras con dedicatorias.

Pese al insoportable sentimiento, me preocupó más mi primer tropezón. Los diccionarios afirman que un juez es aquella persona que tiene autoridad para juzgar y resolver una duda (¡Qué miedo!) También dicen que es una persona controversial.

Por justicia, en cambio, se entienden la razón y la equidad, una dupla de virtudes inalcanzables para cualquier humano que como yo se considere imperfecto y en construcción.

Con sorpresa, fue la definición de juicio la única que logró aliviar la zancadilla de mi conversación matutina. Entre lo parco y frío que es el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dice que el juicio es la “facultad del alma, por la que el hombre puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso”. En mi interpretación, el juicio, es una condición de los seres humanos.

Lo que fue una declaración de verdades matutinas, terminó siendo para mi una tarde llena de reflexiones alrededor del poder de las palabras y de lo injustos que somos con la justicia. Decir justicia o juez debería ser un asunto próximo a lo sagrado.

Las malas costumbre y los malos jueces que nos ha entregado la vida, en especial si somos colombianos, nos han llevado a creer que la justicia es un acto de señalamiento y que los jueces juzgan y señalan. Ni práctica, ni lingüísticamente un dedo o un arma apuntando en la frente del otro, podrá ser una práctica justa.

Entre jueces, juzgar y juicio, las únicas características que tengo son las de humana. Tal vez palabras como ciega, imprudente y egoísta me hubiera calificado mejor.

Por ahora reduciré mis aspiraciones divinas al vago ejercicio de la autosuperación.
 


Cecilia, con traducción al latín, quiere decir: pequeña y ciega.

domingo, 19 de mayo de 2013

Literatura de urgencia


Obra:  Enjeong Noh. 



Quijotadas de cien noches de experiencias hospitalarias y una marca corporal.


Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.

Tía Chofi, Jaime Sabines


Pocos lugares en la vida ostentan tan bien el calificativo de aburrido como las clínicas y los hospitales. Ni las máquinas de café ni las pequeñas burbujas expertas en capuchinos o los dispensadores de dulces, logran salvar esas moles de cemento donde la tristeza, la esperanza, la aburrición y la vida, se cruzan a cada segundo.

Las clínicas deben parecerse a los limbos. Blancas y a la espera constante de una sentencia. El tiempo, la respuesta; el cielo y el infierno.

“Los cementerios son peores”, dirían muchas personas. Pero, no. En los campos santos hay certezas clavadas en los muros y encerradas bajo tierra. En los hospitales, en cambio, hay promesas, hay preguntas. La maldita esperanza. La necesaria incertidumbre.

Pero de vez en cuando hay que echar mano de una ayudita de las urgencias. Las clínicas y los hospitales tienen mucho que ver con las teorías biológicas. Entre un bisturí se nace, se crece, se reproduce y se muere. Nada más cercano a un postulados científico.

Y es en ese crecimiento y en esa reproducción, justo unos años antes de la muerte, donde estos lugares de cruces, de ciencia y de culpas a Dios, se convierten en indispensables.

De no ser por las clínicas, creo que muchas personas de las que me rodean, sobre todo la familia, esa que uno no escoge, jamás se hubieran leído un libro completo.

Por más esfuerzos que hagan las bibliotecas y los expertos en lectura, no hay entidades que promuevan mejores espacios de encuentros con los textos, que los muros blancos y las sábanas amarillosas de los hospitales.

En las clínicas se aprende a leer e irónicamente, en la medida en que se aprende de la muerte, también se aprende de la vida. Al menos a mí, me re-enseñaron a leer los olores a antibiótico, los pedazos de gasa ensangrentados, los tapabocas y las altas dosis de antibacteriales entre las manos.

A veces pienso en lo vacía que podría haber sido mi vida sin las clínicas y los hospitales… No habrían plataformas, ni clonaciones, ni vidas robadas, ni intentos de suicidios, nada sería emocionante. De nuevo el limbo.

Haber tenido, por capricho del señor destino, un padre viejo, siete años menor que mi abuelo materno, me hizo conocer cada uno de los rincones de las clínicas de Medellín. Por cuenta de mi abuela, he regionalizado la experiencia y ahora incluyo en la lista a las camas de San Vicente y de Rionegro.

Es allí, en esos lugares fríos, donde más apasionada y calurosamente he leído. Pasan por mi cabeza Vladimir Nabokov, John Cheever, Leila Guerriero, Antoine Bello, Michael Houellebecq, Stefan Zweig, Bioy Casares, Thomas Bernhard y Christian Bobin, solo por hacer un pequeño e inexacto ejercicio de recordación.

Cada libro se ha emparentado con una aguja, con un dolor, con la sangre y con la muerte. Cada libro de esa literatura de urgencias me ha enseñado a morir.

Entre los que más recuerdo, tal vez, está Bobin. A su pequeño libro, digo pequeño porque son solo 141 páginas, llegué por cuenta de un contacto de Facebook que vive en España y que, sin saber que diariamente leo su muro para buscar recomendaciones literarias, me habló de Autorretrato con radiador.

Lo leí un año después de la muerte de mi padre, mientras acompañaba a mi abuela tras un golpe que hizo que su cadera se quebrara como un vaso.


Haciendo uso de un diario, Bobin puso a uno de sus personajes a superar una muerte, frente a mí, quien más lo necesitaba en ese momento. Me dejó recuerdos, flores blanca y palabras tejidas en la parte del cerebro que aguarda los buenos pensamientos.

“Atravesaste esta vida sin que nada ni nadie te parase, y continuaste con tu impulso: no estás en tu muerte. No descansas en ella. La atraviesas y sigues yendo en la oscuridad con los ojos abiertos de par en par”.

En Houellebecq aprendí de la ciencia y de la clonación. De lo insoportable que puede llegar a ser una vida para siempre. La posibilidad de una isla se registró con 15 mil pesos en la Biblioteca Pública Piloto. Recomendación de Diego Agudelo, amigo y para aquel entonces compañero de aventuras.

Los 15 mil pesos se hicieron efectivos en la Clínica León XIII en una de las tantas cirugías a las que mi padre tuvo que enfrentarse por tener un “cuerpo extraño” en su próstata. Una malla invasora que tuvo que ponerse allí para tapar una herida muy grande que tardó en cerrarse 12 años.

Lo más hermoso de Daniel, personaje central de la novela, es que tiene un perro (si alguien puede recordarme su nombre estaría enteramente agradecida) que se clona con él. Desde aquel entonces quiero que Luna, en el terrible momento de mi inmortalidad, esté conmigo. De Houellebecq me quedó claro que “toda gran pasión desemboca en el infinito”.

Para evitar los dolores que le traen las clínicas al corazón, llegué de repente a las novelas policíacas. A Antoine Bello lo conocen muy pocas personas. Roberto Bolaño lo reseñó en su libro Entre paréntesis para señalar que “toda novela es, entre otras cosas un puzle”.

En Colombia al puzle le decimos rompecabezas y es exactamente eso lo que trae Bello, un reto en el que el lector debe de encontrar al asesino en medio de recortes de prensa, cartas y pruebas policiales. Con Elogio de la pieza ausente, nombre del libro que adquirí en medio de un intercambio (reemplazó a Estrella distante, paradójicamente también de Bolaño) aprendí a esconderme, para bien o para mal.

Anteponiéndose a lo que en unos meses sería el más grande de los dolores que he vivido, Nabokov reforzó en mí las artes de la insolencia y la ironía (aún no sé si son bendición o castigo). Con Risa en la oscuridad, de la mano Axel Res, Margot y el inocente Albinus radiqué en mi libro de teorías un testamento: en el amor siempre habrá sufrimiento y es mandato divino que una persona ame más que otra.

Cuando quería nuevas dosis de realidad acudía a las pequeñas novelas de la realidad. Las clínicas también me sirvieron como salones para aprender de periodismo. Esas lecturas me dieron mejores clases que muchas de aquellas que imparten los dueños del ego en las salas de redacción, salidas de la boca del egoísmo, la persecución y el mal corazón. Tomás Eloy Martínez, Bruce Chatwin, Roberto Arlt, John Reed y como no Ernest Hemingway, terminaron de pulir este intento de periodista que soy, este proyecto de persona sin terminar.

Podría dedicarme noches enteras a recordar mis libros de hospital. A oler cada una de sus hojas para buscar un recuerdo. Para no hacerlo, mejor dejé esta experiencia escrita sobre mi cuerpo.

El homenaje se lo hago a Stefan Zweig, quien un día me dijo que yo era el momento número 15 más estelar de la humanidad y que en una de esas noches de sábanas frías me enseñó que: “No se miente a la sombra de la muerte”.