domingo, 10 de octubre de 2010

Medellín, desaparecida


“No están ni vivos, ni muertos. Están desaparecidos”.
Rafael Videla, 1985 en Argentina. Respuesta a los familiares de las víctimas del Gobierno Militar.
Sobre el escritorio del lugar donde trabajo hay un sobre de manila blanco. El color se lo dio el azar, una comunicación enviada por el Té Astor y el reciclaje de lo que se considera reciclable. En el sobre, que lo abre un sello rojo, hay en este momento unas 200 hojas que contienen descripciones físicas, direcciones, teléfonos, correos electrónicos, peticiones de ayuda y un eco de dolor.
En el sobre que hay sobre el escritorio del lugar en el que trabajo hay denuncias de desaparecidos. Un tema sensible, con banda sonora propia y cientos de colores que pintan el dolor, la incertidumbre, el cansancio e incluso la jocosidad.
Más allá de un dolor profundo y de cuestionamientos, jamás había estado cerca del tema de los desaparecidos. Digo que jamás había estado cerca aludiendo a la ironía porque ¿quién en Colombia no lo está? Total, desde hace seis meses cambié de escritorio. Antes era periodista a secas y ahora, producto de los recortes de presupuesto, soy webmaster, periodista, reportera, community manager, asesora y a veces, psicóloga y consejera (cosa que hago muy mal).
A este último oficio llegué por cuenta de una pestaña que en el medio de comunicación para el cual trabajo, busca prestar un servicio social y cederle la voz a los ciudadanos que deseen comunicar un mensaje. Se llama Mi Noticia.
Hasta Mi Noticia llegan muertos, quinceañeras, perros, nacimientos, carros quemados, agua derramada, invitaciones a matrimonios, minas ilegales y todo lo que a alguien pueda ocurrírsele. A Mi Noticia también llegan los desaparecidos.
Telemedellín, donde queda el escritorio en el que trabajo, está ubicado a unas cuatro cuadras (si es que se puede contar lo recto sin separaciones) de la Fiscalía de Medellín. Por este camino, carrera 64C, comienzan las historias.
Entre la Fiscalía y Telemedellín hay un camino de dolor. Para muchos que denuncian las desapariciones de sus hermanos, hijos, padres, primos o cualquier familiar independiente del parentesco; el recorrido inicia en la mole de cemento identificada con un cuadro de rompecabezas. Termina, en línea recta, en las instalaciones del Tránsito, en un canal de televisión pequeño, un formato y una fotocopia.
Todas las semanas, sin excepción en estos seis meses, llegan personas buscando ayuda, queriendo que en la caja mágica salga la foto del ser querido al que buscan con desesperación.
Las fotocopias, las fotos escaneadas y los formatos llegan hasta mi lugar de trabajo. Allí los selecciono, los separo por fechas en el sobre blanco y, dos veces por semana, llamo a quienes pusieron el denuncio, les pregunto si tienen noticias de sus familiares y, dependiendo de las respuestas, publico las historias en el portal web. Luego, las presentadoras leen la información en el Noticiero. También les mando un correo con el link donde está la información, pero, y esta es una primera característica, la gran mayoría de los familiares de los desaparecidos escasamente conocen la palabra Internet y no saben qué es un correo electrónico.
La clasificación de los desaparecidos es tan heterogénea como sus rostros y las historias que se escuchan detrás del teléfono. Por eso que llaman instinto uno aprende a reconocerlos, a veces se equivoca y otras veces pega en el palo. “Esta aparece, este no”, suelo pensar irresponsablemente.
Por ejemplo, voy a empezar por el lado menos duro, están los jóvenes entre los 14 y 22 años. Siempre, para el caso de lo que llega a Telemedellín, aparecen y hasta la fecha no nos han reportado ninguno muerto.
Una vez desapareció una joven de 24 años. La denuncia la puso su novio. Cuando llamé para preguntarle si tenía noticias de la chica me respondió con tono rabioso: “Sí. Esa apareció en estos días por ahí. Estaba con otro y no me diga que tengo que ir con ella a quitar ese denuncio. ¿Cierto que no la tengo que volver a ver?”. Para no meterme en el asunto le contesté que muchas gracias por la información y que me alegraba que ya hubiera aparecido. “A mí no, se hubiera quedado perdida”, me respondió.
Hace menos de un mes llegó el reporte de una chica de 14 años que no sabían nada de ella desde hacia 72 horas, el tiempo que exige la ley para establecer una denuncia. En la descripción de la ropa que llevaba el último día que la vieron decía: “pantalón blanco, blusa plateada ombliguera y bolso rojo”, yo pensé que era una canción de Sabina, pero no, era una chica que a los dos días le contó a su mamá por teléfono que se había volado con su novio. Luego, la mamá fue y denunció al joven por secuestro.
Hay otra clase de desaparecidos: las señoras mayores de 70 años. Algún día con el director de Noticias Telemedellín, colgamos una noticia de una señora de 72 años. A los dos días recibimos una llamada de una voz que temblaba con ira y nos decía: “¿Quiénes son ustedes para publicar mi foto? Maleducados, yo me puedo ir para donde yo quiera, demalas. Estaba en Andes donde Bertulia y yo hago lo que me dé la gana”. Colgó.
Pero también están los temas sensibles. A la esposa de David, un compañero que trabaja en el área de producción, su jefe le pidió el favor de que en Telemedellín pusieran la foto de su hermano desaparecido. La publicamos y al otro día la señora nos llamó para decirnos: “Muchas gracias, ya apareció. Estaba muerto”. La lengua se queda sin respuestas.
También están los casos en los que uno llama a preguntar si se tienen noticias y dicen: “Sí mija, a ella la enterramos hace una semana. Muchas gracias por su colaboración”.
Uno de los casos más curioso y doloroso fue el de una mamá que vive en el barrio San José La Cima Uno (Comuna Tres de Medellín). Su hijo era un habitante de la calle, ella aprendió a aceptarlo y semanalmente hacía una excursión hasta el puente de la 10, en Guayabal, para llevarle comida y saludarlo. “Uno es mamá”, me dijo el día en que la llamé. Así vivió durante muchos años hasta que en julio de 2007 desapareció. Sus compañeros de puente dicen que se montó a un carro y dijo que se iba a trabajar a Andes. La mamá de Víctor solamente dice que quiere encontrarlo, vivo o muerto. ¿Quién más se preocupa por Víctor?
Este año que se ha marcado por los gritos de violencia, por ejemplo, se reportan muchos casos de desaparecidos por cuenta de los combos. Los familiares van y denuncian con mucho temor y confiesan entre líneas que la última vez que los vieron estaban dialogando (si es que a eso se le puede llamar diálogo) con uno o varios de los integrantes de “Los mondongueros”, los de “La divisa”, “Los machacos” o “Los totos”, todos grupos delincuenciales al mando de alias “Sebastián” o de alias “Valenciano”.
También están las mamás que van y ponen el denuncio de personas que hace 10 años no llegan a su casa, de las cuales desde hace más de 120 meses no sienten su olor, a las cuales su ropa todavía espera.
Entre todas estas historias que, como ya lo mencioné circulan entre el dolor, la desesperación y la jocosidad, transcurren unas cinco horas de mi semana laboral. No hay quién más lo haga. Muy poca gente para algo tan importante. Muy irresponsable de mi parte asumir que puedo encargarme sola.
A veces me pregunto, ¿qué más puedo hacer? Un documental, tercerizar la información en otros medios de comunicación. Por lo pronto, escribir para el blog.
Mientras tanto, en los noticieros se preguntan mucho por las víctimas del proceso de Justicia, Paz y Reconciliación. Por los que desaparecen en manos de los Paramilitares y de las Farc. Por los que se fueron y no saben si regresarán. Trabajo valioso, valiente y, a veces, también con riesgo de desaparecer.
Las cifras de Asfaddes dicen que en Colombia hay cerca de 8 mil desaparecidos. Otras instituciones dicen que no saben cuántas.
Yo, desde la silla del escritorio sobre el cual trabajo y mirando el sobre blanco producto de reciclaje de una comunicación del Astor, me pregunto ¿A dónde van los otros desaparecidos? Mis desaparecidos, les digo con cariño y rabia.

domingo, 22 de agosto de 2010

En la ciudad de la amnesia

El 6 de agosto publiqué una noticia y la puse en Twitter como uno de esos gritos virtuales a los que nos ha llevado la modernidad. Era una noticia triste, una novedad de muerte. Mataron a “Chelo”, un líder cultural de Medellín que tenía tres características de culpabilidad ante la sociedad: fue padre a los 20 años, era rapero y vivía en la Comuna 13.
Desde el 7 de agosto es una “víctima del conflicto armado” y ya no corre el riesgo de que lo miren raro en la calle porque tiene pantalones anchos. Nunca más será juzgado y solo pensarán en lo “pobrecito” que fue, porque en Medellín no hay muerto malo y porque los ciudadanos nos hemos encargado de levantar los adobes de esta, la ciudad de la amnesia. Porque todo es culpa del otro, porque no hacemos nada, porque nos quedamos quietos.
Cuando salió de Twitter pocas voces se escucharon. Uno que otro twittero preguntó que si era de Son Batá, porque el 5 de julio también mataron a Andrés Medina, un miembro de este colectivo afro que engalana la logia de líricas que retumban entre la alegría y el llanto por las calles de la 13. Otros, que trabajan en el ámbito cultural, también lamentaron la muerte y entre todos se lo hicimos saber al pajarito que, de color azul, parece ser el único que canta por estos lados.
En medio de la tristeza, que era más comparable con la impotencia, pues falso sería decir que no dormí en la noche por la muerte de “Chelo”, un amigo me respondió: “Eso ya no es noticia en Medellín”. No lo hizo en Twitter, fue por Gtalk. Yo creo que en el fondo sintió miedo.
Al leer su respuesta sentí varias cosas. Primero, tuve miedo de volverle a llamar amigo, luego me asombré y pensé que era un enfermo y por último sentí tristeza de ver frente a mis ojos eso que ya sospechaba: a los colombianos la muerte y la violencia se nos convirtió en costumbre.
Al final XXXX (que me pidió pruebas de la conversación luego de este post), el amigo, se arrepintió de su desfachatado comentario, menos mal. Lo cierto es que desde ese día he despertado mucho más el instinto que mira a Medellín. Siempre lo he hecho, pues llevo esta ciudad pegada de la piel y por nada del mundo me entregaría a otra; pero, de unos meses para acá estoy enferma, sedienta de ella, bebiendo de su belleza y de esa indiscutible mala suerte con que se tropieza cada que se levanta para volver a caer.
Pero, los encuentros no han sido gratos. Algunos sí. Por ejemplo, a dos colegas les dio por escribirle a Medellín, entre ellos Katalina Vásquez que se arriesgó al mundo tecnológico para decirle a esta ciudad que la ama, para hacernos sentir que también le duele.
Los otros, en cambio, son comentarios desafortunados. Somos la neogeneración del no futuro, de la no propuesta y de la si protesta que ahora no da la cara, que se encierra en Twitter y se alimenta de la desdicha de los otros. Que es violenta como las calles mismas. Primera conclusión: todos somos violentos, parecemos enfermos de guerra, Twitter es uno de los campos de batalla, pero nos salvamos porque allí no se le puede matar a nadie.

"No hago nada y no me importa", decían en Rodrigo D.
Luego miro la información, es inevitable caer en ese instinto entre evangelizador y periodístico. Cuando lo hago vuelvo a darme contra el piso. Cada vez son menos los colegas informados, están en vía de extinción los que se arriesgan por la verdad. En cambio, son ahora más recurrentes los comentarios flojos, que solamente sirven para quejarse, para mostrar que si se participa en la red, secuelas escondidas dentro de un anhelo de opinión libre. Son cada vez más las estrellas convertidas en víctimas, los héroes están abundando en ciudad Gótica.
Y sigo sin ver las propuestas. Pero con una decisión firme: no le mostraré a la violencia mi desdicha, tampoco pienso ignorarla y no contemplo entre las posibilidades huir de Medellín, porque sé que no es perfecta, que tiene alma de mujer, que es neurótica y que sigue luchando… porque sé que somos sobrevivientes y que no hay entre nosotros un alguien que no se haya cuestionado, en algún momento, su qué hacer en este lugar de procedencia. Reconocerlo es un primer paso para empezar a vencer la indiferencia, pero no con palabras de rabia contra el muro, pero si con ganas de vida, con palpitar de corazón, con amor.
Me arriesgo a escribir esto entre las balas que pueden llegarme. Tengo socialmente (porque estoy segura que en mi interior no) sesgado el derecho a reconocer el dolor. Porque trabajo en Telemedellín y porque en Medellín la oficialidad siempre es mala, porque somos enfermos, sí que lo somos, y creemos que siempre conspiran contra nosotros. Si llega a interesar, en Telemedellín no conspiramos, tampoco maquillamos y mucho menos construimos cortinas de humo. Somos humanos, también nos duele, somos más de 300 personas con esta ciudad pegada de la piel, de los sesos y del corazón.
Y si grito a viva voz que el Alcalde no es el único que tiene la culpa de que todo nos empiece a saber a mierda, es porque la mierda nos la tragamos nosotros, sin echarle chantilly. Y después, la pasamos con una copa de tequila y una cerveza, para olvidarlo todo. Porque en esta, la ciudad de la amnesia, parece que también se nos está olvidando reír.
Unas palabras de Rubén Blades para los ciegos.

domingo, 25 de julio de 2010

Ventilador


Medellín, 25 de julio de 2010
A Ronal

Me levanto y le doy vuelta a la libreta. Voy al balcón, la calle huele a grasa y el hombre que vende buñuelos se rasca la cabeza en soledad. Es una mañana fría, he dormido bien, he pensado poco. Simplemente, le doy vuelta a la libreta, un abismo en el pasado, un nombre repetido, una duda y un cansancio.

Voy a la cocina de mi casa y todo parece ser un desastre. Miento para reír y levanto un poco las cejas. Mi madre baña a mi abuela, mi papá pelea porque él quiere bañarse primero. Todo retorna del silencio, la vejez se abisma en un pasado y llega a mi presente familiar. A mi prima le duele el estómago y toma agua con limón. Yo, indiferente, solo pienso en darle la vuelta a la libreta.

Me lavo los dientes. Preparo un poco de desayuno: huevos, cebolla, pan y café oscuro. Sarita cumple años, la llamó, me acuerdo de Angie y aparecen las llaves de Juan en el fondo de mi bolso. Me baño, luzco un vestido de campesina, dejo los ojos ausentes y me dedico a esperar.

Acompaño a mi madre a la Plaza de Florez. Un hombre deja caer unos huevos de una canasta. Las calles huelen a legumbre, a basura, a pueblo, a repetición. Compramos comida, gastamos tanto en comida, comemos tanto.

Mi casa en el sol, mi casa sola, mi casa en las calles. He vuelto para pensar, para creer en el olvido. Espero en el balcón, leo un libro que habla de soledades ruidosas, miro afiches y escucho canciones de Goyeneche, rifo el corazón entre las letras. Cambio la página de la libreta, olvido la copla, organizo una fotografía. Suenan los motores, Luna ladra, pienso en vos y le ventilo mi amor al mundo. Qué más da cuando me das y me quitas sabores, que más da cuando me devuelves los recuerdos en tropel. Qué más da.

martes, 22 de junio de 2010

Busco recuerdos en un libro de Carlos Monsiváis


Con los sonidos de Chavela Vargas
“Mis ojos mueren de llorar y el alma muere de esperar”

Un día antes de que algunos colombianos nos lamentáramos por lo que parecía una bienvenida, en México lloraban la ausencia de un cronista. Ellos perdieron a un hombre de letras y a Colombia le quedó el recuerdo de una vaga curiosidad que se conforma con tan solo conocer lo que ha de olvidar.

Entre unas Elecciones Presidenciales que ya estaban cantadas y un Mundial de Fútbol más democrático que “el país del sagrado corazón”, murió Carlos Monsiváis, un sábado 19 de junio. En México el escritor falleció entre manuales escolares para prevenir el narcotráfico y en Colombia partió encandecido por la única fiebre que no apoyaba a Santos, pero que si opacó su despedida: el fenómeno Saramago.

A México se le fue “El Cronista” y a nosotros se nos fue la dignidad. Pero ambos países, en ese fin de semana pasado por la lluvia, perdimos.

Con la imagen de Santos se llenaron las portadas de los periódicos, al igual que con el rostro de Saramago y los recuerdos de un Nobel que también se despidió del mundo, un día antes (18 de junio), dejando un país que tal vez fue ajeno para él, donde eso que llamó “El ensayo sobre la ceguera”, es filosofía de vida. La foto de Monsiváis, en cambio, no apareció y solo algunos comentarios de Twitter le hicieron justicia a este poeta, escritor, ensayista y periodista que quedó inmortal en la red con el tag #monsivais

No obstante, lo poco que se habló de la muerte de Monsiváis en Colombia, tampoco supera lo que se habló de su vida, letras que fueron igualmente pobres. Pero, qué puede esperarse de un país que desconoce lo propio, que olvida la historia y que incluso parece que se negara a ser latinoamericano, qué puede esperarse del país leyenda que ahora delira con los sueños de una independencia que dice haber logrado hace 200 años.

A Monsiváis lo conocí personalmente en 2009, justo un año antes de perder la libertad política que ahora siento que se va como un fantasma de la aventura, con la menor provocación de apasionarse violentamente y con el único consuelo de mirar para arriba y seguir viendo un cielo profundamente azul.

Lo conocí entre una hierba mate y un libro de Leila Guerriero en la Universidad Eafit. Le ví ironizar, lo escuché seguir su discurso, hablar de México, de América Latina, de cine, de banqueros, de escenas de pudor, de ciudades y de rituales del caos. Tan firme, tan viejo, tan digno y tan inmortal.

Se lo llevó una fibrosis pulmonar que le venía exprimiendo las dos bombas de aire desde abril. Me encabrona esa idea de no poder respirar. A Medellín, si mi conocimiento no me engaña (probablemente sí), vino dos veces: la primera en épocas del narcotráfico que dicen que ya se fue y la segunda en 2009, tras pegarse una escapadita de ese mundo que en una entrevista que le hizo Diego Agudelo en el Hay Frestival que se realizó en Cartagena de Indias, llamó arresto domiciliario: “Y ni siquiera en mi casa, es en mi recamara”. Tantos recuerdos, tantas semejanzas, tanto dolor, tantos pensamientos de izquierda a derecha.

Monsiváis se merece mucho más que esto. Más que las palabras necias de un prospecto de periodista caprichosa. Se merece aparecer en todos los medios, que se le haga justicia, que se le vuelva a escuchar, que desborde las estadísticas de Twitter. Se merece, sobre todo, que se le descubra, que se le siga leyendo, más aun en tiempos que son difíciles para México. Como lo expresó la escritora Elena Poniatowska: “Nos hará una falta horrible en un momento donde no sabemos hacia dónde camina el país”. Palabras que también se aplican al país de las leyendas, que se ha condenado a un largo recorrido que comienza en dos piernas y que tarde que temprano terminará, por cuenta de una mina antipersona, caminando en las muletas de la seguridad democrática.

Se fue Carlos Monsiváis, llegó Santos a Colombia, todo en un fin de semana pasado por la lluvia. Nuevamente, ambos países perdimos, unos por el destino, otros por la estupidez.

Aunque no me gusta que me digan lo que debo escribir, por la memoria de un buen escritor, muevo mi pluma de gallina caprichosa.


miércoles, 26 de mayo de 2010

Sabina: desde una silla roja y fría


“Y yo me muero de
ganas de decirte que
me muero de
ganas de decirte que te quiero.
Y que no quiero que venga el destino a vengarse de mí
y que prefiero la guerra contigo al invierno sin ti”.
Ganas de

Como una mofa me dijeron a las 4 de la tarde: “Te dedico la tercera canción que suene y luego me cuentas cuál fue”. Soñaba con que fuera Una canción para Magdalena, pero no… Sabina dejó a las putas para el momento justo y perfecto: la mitad de la noche. El maldito mujeriego se quedó con Ganas de… “La tercera es la vencida”, dice mi abuelita.

Siempre voy a los conciertos pensando como periodista. “Voy a acordarme de cada detalle para luego poder contar”, pero entre las canciones, el sudor de las manos y los pensamientos incompletos, todo se me olvida, en el peor de los casos (y ha sucedido) hasta las canciones.

La noche Sabinuda en Medellín (primera vez que veo a Sabina en el escenario) no fue la excepción. Me acordé de algunos desamores que ya no valen la pena, de los malos amigos, de los pueblos con y sin mar. También construí una que otra ilusión, pero minutos después de terminarse el concierto, se desmoronaron. “Lo peor que le puede pasar a un cantautor es sentirse feliz con su novia”, dijo el Joaco en el concierto. En algunos momentos lo peor que le puede pasar a una persona, aunque no cante, ni componga y solamente sepa de la guerra, es enamorarse (esto último puede que no lo sostenga en unas cuantas horas).

Canté tan duro que se escuchó en Alemania, como se lo prometí a Ana. Entre las diez y las once quise llamar a un país austral, cantar una canción al oído y dejar abierto el balcón de unos ojos de gata. Mi celular no tiene servicio de llamadas internacionales, “menos mal”, me dijo Jenny. No se escuchó Agua Pasada pero pasaron, y por eso es bonito el pasado, 19 días y 500 noches.

Un computador, un cable… “maldito Twitter”, gritó Sabina. Pero… no era para trinar, era para escribir, del concierto, de cada parte de mi cuerpo que se ponía de pie. De los viejitos del lado, de los que se vinieron desde atrás y taparon unas cuantas canciones (por cosas como esa es que odio a las chiquigrupis), de Manuela en la mitad de la fila moviendo la cabeza como una loca y de Duarte bailando con su estilo particular, de Jacobo agitando sus crespitos dos filas atrás, tan rojo como una manzana.

Juré falsos testimonios en silencio, prometí, pronostiqué, pensé en la desgracia. Me enamoré, pero dejé firmado un documento “Y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera”.

Afuera del Metropolitano la lluvia se despidió de los malos amigos y desde una silla roja y fría llovía sobre mojado “Bla bla bla… sueños equivocados”.

Volvía a Praga, rompí una canción, dí razones. Le canté a las embusteras, rimé cicatrices con epidemias y me enamoré de la mujer andaluza con las que cantaba Sabina. Tomé muchas fotos, soñé… desde una silla roja y fría.

Y casi al final, antes de que vendieran pastillas para no soñar, justo cuando había decidió vivir cien años, el corazón se me volvió a poner rojo, contigo o sin ti. “Yo no quiero calor de invernadero; yo no quiero besar tu cicatriz”.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Cucarachas en las tripas


Confesiones de una gallina de cuerda incoherente que tenía miedo, para un soldadito de plomo arrepentido

El regalo que más veces me han dado (repetido) en la vida es un botón de Andy Warhol que dice: “I am a deeply superficial person”. En total, cinco personas me dieron el mismo obsequio.

Soy una cazadora de datos autistas, películas tontas, cartas de amor y revistas de vanidades. Me gusta pintarme las uñas y los labios de rojo, comprar zapatos, cremas para la cara y medias veladas. Soy más plástica de lo que puedo llegar a soportar, pero hago un trabajo fuerte por aguantarme.

Algunos dicen que me veo agresiva. Pero, me siento como una flor, como una libreta de mala calidad a la que se le caen las hojas o como un pastel de hojaldre que se desbarata con el primer mordisco. También hay quienes creen que soy valiente, pero solo yo, y mis más de mil personalidades (de esas que ensayo sagradamente todos los días durante 10 minutos en el espejo), saben que no es así.

Le tengo miedo a las cucarachas, a las personas muy inteligentes, a los hombres mayores que intentan pretenderme (que no son muchos) y sobre todo... desde hace algunos meses, me da mucho miedo enamorarme. Más que a las cucarachas, le tengo miedo a los gusanos en la tripa.

Cada que tengo miedo, es decir muy seguido, pienso en Woody Allen, quien ha logrado patentar en mi memoria palabras e imágenes de corazones que laten y se desangran. El conjunto de letras que más recuerdo de este judío de mente pervertida y pasiones refundidas, es: “El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otros”. Tan escuálido, tan feo, tan freak, tan sabio el Woody. Me hace temblar. También le tengo miedo.

Es extraño, no le temo a la muerte, pero si me da mucho susto estar gorda. Aunque me gusta volar, me da miedo caerme. También le tengo temor a la soledad y todavía creo que debajo de la cama hay un monstruo. No quiero que mi papá se muera y me da miedo pensarlo. Mi mamá no se va a morir, yo sé.

Me gusta mucho la electrónica y eso me hace más plástica en mi mundo de intelectuales muertos, insoportables, de los que me rodeo para “sentirme mejor”. También me gusta hacer bromas. La electrónica me agrada porque puedo tirar la cabeza, de un lado para otro, sudar y enamorarme sin tener que acercarme mucho a otras personas. Me da miedo bailar con alguien que esté a menos de 30 centímetros de distancia de mi cuerpo.

Veo sangre y me desmayo, será por eso que no me gustan los médicos y que relaciono la palabra bruja con una enfermera angelical que se deja venir sobre mi pálido brazo con un pedacito de algodón, una jeringa, una cuerdita de caucho y una sonrisita malvada que dice: “voy a salvarte la vida”. La mejor película de terror tendría que tener una enfermera que cure zombies.

Y dentro de la larga lista de mis tinieblas, también les temo a las personas que hablan poco, a los que se encierran a escribir en los armarios, los muy espirituales me dan alergia y con los muy profundos me suelen dar ataques de paranoia.

Me gusta la gente que es capaz de odiar, porque es pasional, los que viven en el lado oscuro y las sirenas que se traban con barbitúricos en las orillas de los ríos. Quiero tener un vagabundo que se esconda detrás del ojo de mi puerta y sueño con un vampiro capaz de morder mi cuello hasta dejarme sin un último suspiro. Me da miedo ser inmortal.

Tan miedosa, tan plástica, tan gallina, tan incoherente, tan loca, tan paranoica, tan obsesiva, tan caprichosa, tan insoportable.

Como tus recuerdos, como una musa, como una medusa, como una suicida de Bukowski que se clava agujas mientras hace el amor, como la más puta de todas las señoras, tan sufrida como las chicas de las que escribe Martin Amis, de esas que no son amadas por los hombres, que provocan guerras, que parecen tontas, de esas que sueñan con ser una cerilla.

Tan miedosa, tan loca, tan plástica, tan incoherente, tan paranoica, tan obsesiva, tan cansada de tí, con una perra alcohólica como de la de Irma la Dulce, tan pensativa… y ahora tan inalcanzable.

domingo, 18 de abril de 2010

Afirmaciones silenciosas o recomendaciones literarias para un mentiroso


“La gran diferencia entre un gato y un mentiroso es que el gato apenas tiene nueve vidas”.
Mark Twain


No puedo decir que no digo mentiras. Todos las decimos; pero, como la humanidad puede con todo, existen unos mentirosos peores que otros. Me gusta la honestidad y trato al máximo de conservarme en ella, aunque a veces sea tan difícil. A mi mamá le he mentido varias veces, ¿quién no le ha mentido a la mamá? Ya sea por amor o desesperación casi que las primeras mentiras siempre terminamos por decírselas a ellas.

Entre los 14 y los 18 años, aproximadamente, le mentí mucho. Pero, como siempre existe la posibilidad de justificarnos y eso nos hace unos mentirosos de primera, me pregunto: ¿qué mujer a esa edad no le miente a sus padres? Fueron días complicados, pero sobrevivimos a la batalla. “Hago lo mejor que puedo”, me dijo un colega.

Aunque miento, si “todo el mundo miente, nadie es totalmente sincero”, les gusta decirme a mis amigos; no me gusta la gente mentirosa, mucho menos cuando dicen mentiras estúpidas, de esas que burlan la inteligencia. Tampoco me gusta que mis amigas me mientan y con los amantes ya me acostumbre, hace parte de la naturaleza del género testicular el asunto ese de mentir.

A los mentirosos les recomiendo leer más a Mark Twain, uno de mis escritores favoritos y con quien, casual, orgullosa y por cosas de la vida me une el paso del cometa Halley. Él escribió magistralmente sobre las mentiras y todas sus formas, acercándose siempre a un pesimismo evidente respecto al género humano. Con humor afirmaba que “hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”.

En la literatura de Twain se construye una imagen de una sociedad en declive, ¿qué diría el pobre hombre de las dos brazas de profundidad sobre los tiempos modernos? En Huckleberry Finn, uno de sus mejores libros, proclama, detrás de la imagen bondadosa del personaje, que todos los hombres son iguales, Huck es el producto de una sociedad cargada de mentiras.

A veces me pregunto, ¿qué tan mentiroso fue Mark Twain? Poco, me respondo y de inmediato pienso que todas las mentiras que dijo las puso en bocas de otros personajes, característica que lo convierte en un creador, muy por encima de un chismoso universal.

Sí, la sociedad está cargada de mentiras. Las mentiras son las razones de los débiles y se petrifican en un entorno que parece olvidarlo todo. Tener buena memoria, hoy día, más que una virtud es como una cadena perpetua. Vivo amarrada a esa cadena y tras sufrir y sufrir de cuenta de las mentiras que tomo prestadas del aire, opté por hacerme la loca, dejar que mientan y escuchar las versiones de los hechos una y otra vez. Me hago la boba y creo que lo hago muy bien, comportamiento que me convierte en una mentirosa más.

Siguiendo con Mark Twain, en otro de sus escritos titulado “Conspiración universal de la mentira de la afirmación silenciosa”, el autor expresa que existen dos formas de mentir. La primera es la que todos conocemos: decimos que lo feo es hermoso, causando un efecto variable en donde al mejor estilo de Maquiavelo “el fin justifica los medios”. La segunda forma son las Afirmaciones silenciosas, peligrosas bailan sobre la cuerda floja de la hipocresía. Esta clase de mentiras trascienden el decir que lo blanco es negro, y se vive como si lo blanco fuera realmente negro. Con las primeras mentiras se engaña a los otros, con las segundas a nosotros mismos, es decir, se somete el cuerpo y la mente a vivir en el engaño.

[...] La conspiración universal de la mentira de la afirmación silenciosa está presente siempre y en todas partes y trabaja siempre en interés de una estupidez o de una falsedad, jamás en interés de algo noble o respetable.

Las mentiras son la base de la sociedad, ¿vale la pena seguir mintiendo? Al parecer sí grita el mundo. Cuenta Twain que Satán solía decir que nuestra raza vivía una vida de autoengaño continuo e ininterrumpido. Se estafaba a sí misma desde la cuna hasta la tumba con imposturas e ilusiones que tomaba por realidades, y esto convertía su vida entera en una impostura.

Tanta repulsión por la mentira llevó a Twain a vivir sus últimos días bajo la condena de las clasificaciones jerárquicas del silencio. Muchas de sus obras no fueron publicadas, tantas posiciones negativas frente a una humanidad que se sigue derramando, no les eran de gracia a los escritores. La literatura de la amargura no era digna de ser leída. Uno de los mejores fragmentos que le conozco fue publicado en 1900 en el Herald de Nueva York y resumía en un “Saludo del siglo XIX al siglo XX” lo que hasta nuestros días ha sido verdad vivida: “la hipocresía es el motor del mundo”.

Te presento a la majestuosa matrona llamada Cristiandad, que viene sucia, manchada y deshonrada por sus razzias piráticas en Kiao-Chou, Manchuria, Africa del Sur y Filipinas; con el alma llena de mezquindad, el bolsillo atiborrado de dinero mal habido y la boca rebosante de piadosas hipocresías. Dale jabón y una toalla, pero escóndele el espejo”.

Para hablar de mentiras siempre se hace necesario hablar de verdades, sería ilógico dentro del sin sentido común, que todo fuera verdad. Por eso, dejo, como recomendación literaria y decadente, otro de los textos de Twain titulado “Sobre la decadencia en el arte de mentir”, en este se analiza la pretensión de la verdad, irónicamente opuesta a la mentira.

Tras escribir tantas palabras tontas, solo queda sugerida en el aire una pregunta: ¿vale la pena decir la vedad? No, responden las paredes. Pero, ellas, también mienten.

domingo, 4 de abril de 2010

Deliciosamente tontos

“Sí, le quiero. Adoro sus camisas de cuello y puños almidonados y la forma en que se abrocha mal el chaleco. Es alto como una jirafa y por eso le quiero, le quiero porque es esa clase de tipo que se emborracha con un vaso de leche. Y me gusta el modo en que se ruboriza hasta las orejas. Le quiero porque no sabe besar, ¡el tonto! Le quiero, Joe, es lo que intento decirte. No le volveré a ver más… pero no me casaré contigo. Aunque ates una tonelada de cemento a mi cuello y me tires al río como lo hiciste con los otros”.

Esta es una cita de Ball of Fire, una película de Howard Hawks que siempre me ha hecho pensar en lo mucho que me gustan los hombres tontos. Son encantadores, ¿verdad? O por lo menos los que fingen serlo con delicadeza, resultan irresistibles.

Pero, ¿qué tan tontos podría soportarlos? Digamos que es una cosa de momentos y que hay unos que jamás olvidaré y otros que quisiera ser tan torpe como para sacarlos de mis mapas mentales en una zancadilla, los famosos “agujeros negros”, por ejemplo.

Aludiendo al sentido general, tonto es un adjetivo que se usa para hablar de alguien torpe, con una conducta poco pertinente y carente de inteligencia. Yo diría que mis tontos son inteligentes, lo han sido todos, o por lo menos eso he creído. Lo que si tienen en común la definición y mi gusto es esa parte donde se cruza la torpeza con la conducta poco pertinente, lo que traduzco en una muestra indiscutible de autenticidad.

Me gustan los hombres que nunca saben dónde están parados, que se tropiezan con cada escala, que dicen olvidarlo todo (o por lo menos esa es su excusa), que repiten historias que siempre escucho una y otra vez, que se desvanecen, que saben llorar, que me regalan cosas que no me gustan, que no ven la gente en la calle, que son capaces de sonrojarse y que siempre están dispuestos a llevarme la contraria.

Eso sí, no les perdono que sean desleales, que no sepan tomar decisiones, que se escuden en el tiempo, que les gusten los tenis blancos, que no sepan cocinar y que siempre quieran pagar la cuenta. Más que tontos, esos son los hombres o por lo menos la mitad de los que veo en la calle. ¿Están los tontos en vía de extinción?

En honor a los tontos escribo esto, como un monumento, igual al que hay en el desierto de Sonora en los Estados Unidos y que es conocido como Tonto National Monument. En honor a esos “genialmente encantadores y estúpidos que provocan recaídas constantes”, como dice Maritza, seguiré buscando a un tonto para soñar. Por supuesto, solo en las noches en que yo quiera dormir.

To man with the lethal name

domingo, 7 de marzo de 2010

Hoy vas a ser la mujer que te dé la gana de ser


“Si rascas un poco, verás que debajo de la superficie de muchas feministas hay una mujer que anhela ser sexualmente atractiva. La diferencia es que es no es lo único que anhela ser”.
(Betty Rollin)

Hay una canción de Bebe, cantante española que además de ser feminista es una súper recomendación para el mal de amores, que me gusta escuchar cuando estoy triste. Se llama Ella y habla de mujeres, de esas sobre las cuales Oscar Wilde construyó parte de su humor, de esas como las que siempre quiso ser. Perfectamente emocionales, “putas asesinas” (como dijo Bolaño), mentirosas, manipuladoras, tristes, de sabores, leales, necesarias. Inspiradoras.

8 de marzo, un día que más que flores representa una fecha de logros. Menos flores, más derechos ha sido la consigna durante años, en algunos casos parece no cumplirse, en otros se asoman cocuyos de posibilidades. El caso concreto es que no creo que Colombia (en general el subdesarrollo) sea ese país donde todas las mujeres son libres, como muchas suelen pensar y que mejor ocasión que esta fecha para hablar de este aspecto.

Ver mujeres sufriendo (aunque yo sea culpable o víctima de sus actos) me inunda de tristeza el corazón. Me declaro feminista, no de esas radicales que no conciben la imagen masculina, pues me gustan mucho los hombres y me gustan muchos. Pero he defendido que el feminismo es una necesidad, como dicen Cheris Kramarae y Paula Treichler “es la noción radical para que las mujeres sean personas”.

Muchas veces he pasado por lesbiana solo por admitir públicamente que, para mí, la mujer es un ser perfectamente creado. Y no lo digo por las figuras esculturales, ni las caderas prolongadas. Si se destapa un poco más, estoy segura que hasta los hombres admitirían esto sin ningún morbo y hasta podríamos creer que sus palabras son sinceras. No me importa y una vez más, pasaré por lesbiana. Me gusta mirar las mujeres, abrazar a mis amigas, quererlas. Tener a mi madre a mi lado cuando estoy triste en un rincón de la cama.

No obstante, como dentro de la perfección siempre existe la posibilidad del caos, hay algo dentro de todo este panorama que me abruma. Las mujeres somos un género muy poco solidario y, en algunas ocasiones, cometemos actos entre nosotras mismas, que contribuyen a ponerle granitos de arena al sepulcro que construimos. Hay muchos actos que me parecen detestables, si los mencionara necesitaría de una gran porción del ciberespacio (suelo ser muy inconforme), pero, como mandato nombro un mandamiento feminista: solidaridad y comprensión, de no hacerlo entre nosotras, no se hará.

El tener una visión “feminista perlista” me ha traído algunas discusiones. En mi menos de cuarto de siglo de vida he tenido la oportunidad de compartir experiencias con mujeres inteligentes y exitosas, la mayoría de ellas coincide al afirmar que el feminismo no es necesario, muchas de mis amigas lo hacen y critican cada política de equidad de género que se pone sobre la mesa nacional en un mundo donde apenas las mujeres se están asomando al balcón de la democracia.

Pero, también he podido sentarme con liderazas comunitarias, con mujeres de barrios, con campesinas y desplazadas, con madres del conflicto, con personas de corazón grande (no como el de Uribe). Irónicamente, en muchos de estos lugares, donde el panorama de inclusión no es el mismo, donde existe una marca, los espacios de los recuerdos tristes y de la esperanza, la solidaridad femenina se vive, se siente, se construye y se trabaja. Lamento decirlo, pero he conocido mujeres con postgrados que no alcanzan ni la décima parte de libertad con que cuentan algunas heroínas comunitarias, de esas que son capaces de entregarlo todo, de esas de las que se reciben abrazos sinceros. Luz Dary Román, de Altavista, es solo uno de los nombres que se me ocurre.

Es el feminismo necesario. ¿Por qué? Se me ocurren algunas razones. Para que exista la equidad ésta debe de ser impuesta en los Objetivos del Milenio de la ONU ¿No debería ser esto un proceso natural? Hace solo un par de días la Organización Internacional del Trabajo (OIT) admitió que las mujeres nos veremos más afectadas en el campo laboral por las secuelas de la crisis económica. ¿Las razones? Brecha laboral entre hombres y mujeres (lo dice la OIT) y el hecho de que las labores femeninas sigan estando ligadas al acto del servicio y entre la construcción y el arreglar la casa, el mundo se queda con la mano de obra del constructor. Solo por mencionar dos casos y no hablar más de la violencia intrafamiliar, de las violaciones, del acceso a educación e incluso, hace poco abrieron un concurso internacional de periodismo para reportajes que hablarán de mujeres, puesto que este género, también brilla por su ausencia dentro de la información internacional.

Nadie nos quita lo bailado y hemos hecho mucho hasta el momento. Tenemos nombres importantes en muchas categorías. Somos más libres y como ya lo dije alguna vez, hasta podemos elegir los hombres que queremos llevarnos a la cama, pero es necesario seguir, seguir construyendo un mundo donde exista la verdadera equidad. Y si usted, amiga mía que mira estas palabras con desdén, considera lo contrario, pues también la invito a que construya por las otras. Dele una recompensa a las oportunidades que ha tenido y quítese la venda de la mente, no porque usted pudo estudiar, todas las realidades son iguales. Ojalá.

Por los derechos, por el orgullo que sentimos, porque nos sentimos libres y porque ante todo somos eso, mujeres.

A Jenny Giraldo, Paca Maruja, Juliana Duque, Koleia, Carolina Arango, Diana Duque, Ana Marín, Anita Bedoya, Angie Palacio, Natalia Gil, Maleja, Maritza, Catalina Trujillo, Kata Vásquez, Lina Martínez, Luisa Delgado y Vera Agudelo. Para que sigan siendo libres como las olas imaginarias que construimos con el viento.

domingo, 14 de febrero de 2010

Entre copas… Me entrego al vino

“Una mujer y un vaso de vino curan todo mal, y el que no bebe y no besa está peor que muerto”. Johann W. Goethe

Fin de semana pasado por el vino. Recuerdos tintos, oscuros, muy pocos blancos y ninguno rosa. Algunos amargos, otros dulces, pimienta, taninos, algo de mora y mucha conversación. Dos amores borrosos dentro de un libro. Algo de resaca. Motivos suficientes para escribir sobre una de las cosas que se me ha convertido en obsesión: el vino.

Todos los días una copita, para evitar el alzheimer, por si acaso, dos y… ¿si el vino se pica? Pues tocó tomarse toda la botella. Si es Malbec mejor. El final de la historia no se ha terminado de escribir, pero hay evidencias. Unas 20 botellas estuvieron, hasta hoy, en el patio trasero de mi casa. Se las llevaron, reciclaje y con ellas se fueron algunos recuerdos, pero queda el compromiso de adquirir unos nuevos en formas verdes, cristalinas, de terminaciones cóncavas y etiquetas sacadas de los sueños. Nuevos dolores de cabeza.

Siempre me gustó el vino, pero reconozco que no siempre supe cuál copa era mejor que otra. Solo le hacía caso a mi paladar. Nunca me gustaron los vinos de caja, ahora menos, pero, de vez en cuando, para no pasar por la gallinita que soy, le recibí a uno que otro desconocido vino de caja absorbido con pitillo. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.

Un día fui con un amigo que regresaba de Estados Unidos a tomarme un café. El café terminó en unas botellitas de vino, pleno lunes, buen inicio de semana. El caso fue que, luego de ver a este hombre, que algún día fue mi amor, elegir con plena seguridad un muy buen vino, sentí una enorme envidia.

Desde aquel entonces comencé a comprar vinos en los supermercados. Me dejaba guiar por el gusto, por la forma de la botella, por el color de las letras, por un nombre endemoniado. Eso fue despertando el gusto, un gusto de cada ocho días. Un gusto cálido que me arrastró hasta un club del vino. Aprendí, he aprendido y sigo aprendiendo, tengo mucho que aprender. Pero, ahora sé cuál vino tomar de la estantería. Me falta descubrir en qué botella debo llevarme el hombre a la cama.

¿Qué puedo decir del vino? Que suele hacerme daño para los riñones, pero de algo nos tenemos que morir. Que es el compañero perfecto para la soledad. Que sabe mejor con una buena compañía. Que es bueno para calmar el dolor. Que es la receta, el remedio y de mi amor, la enfermedad.

De los vinos y los amores puedo decir que son la combinación perfecta. Hubo un hombre al que conquisté con vinos calientes, receta de abuelita. Él me conquistó con literatura y películas sobre vinos. Él se despidió de mí dándole de beber vino de mi copa a otra persona. Me dejó las imágenes de una película, Entre copas, muy recomendada, un saca corchos, un decanter, un separador de páginas de libro que también hablaba sobre el vino, recuerdos de Cabernet, Syrah, Merlot y Carménère. El vino puede sacar cosas que el hombre se calla. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.

Palabra confusas. Van ya unas cuantas copas. Por eso lo digo, fin de semana pasado por el vino. El elixir de los dioses… también de los borrachos. No es solo de la clase alta. No todo el que toma vino es “pupi”, no a todas las que nos gusta el vino somos gallinas y no a todos los hombres a los que les gusta el vino son maricas. De eso puedo dar fe. Y si son maricas, pues que importa, sigue siendo bueno.

Tengo muchos recuerdos del vino, no creo que si alguien se pone a leer esto le interesen demasiado, pero, por si acaso, escríbame un correo y nos tomamos una botellita, que sea un pretexto para que la razón se marche.

lunes, 1 de febrero de 2010

En Colombia: no coma cuento, coma carne y fume más marihuana



"Como yerba fui, y no me fumaron".
Raúl Gómez Jattin



Solo fue la fluoxetina. Aclaro y me defiendo. No hubo ningún otro factor externo. Pero, hoy, sorpresivamente me levanté con el pie derecho. La encalambrada, combinada con el piso frío y el desorden de los cojines alrededor de mi morada, terminó en algo que durante el día ha parecido perfecto: una felicidad intensa. Hace mucho tiempo no sentía algo así. Como tres años, si el cálculo de mi ironía mal no lo recuerda.

De camino a la calle donde tomo el bus para llegar hasta mi trabajo, canté varias partes de letras que ni siquiera recordaba, todo parecía ponerse de acuerdo con el pasado. En la ruta, parada y entre varias señoras, cada una tenía un aroma diferente, pensé miles de cosas, tuve una especie de autismo casi tan inmenso como los trancones de la Avenida Oriental.

Eufórica arribé a mi oficina. Como suele ser costumbre, encendí el computador y mientras este se conectaba con el servidor, tuve un diálogo con Sarita, una de mis mejores amigas. Creo que varias veces la he mencionado en este blog y aunque solemos pensar de forma diferente, ella es una mujer inspiradora. La conversación se centró en la guerra colombiana y en la droga como patrocinio de esta situación.

No tiendo a creer que sean los mal llamados drogadictos (si les dijéramos adictos a soñar no sonaría tan feo) los únicos culpables de la guerra. Existe algo de responsabilidad, pero también está el Gobierno, la discriminación, las ausencias y tantos defectos más de este lastre humillante que nos tocó vivir y que parece que solo a unos pocos nos afectara.

Bueno, total que eso no importa, ya estoy convencida de que no puedo salvar el mundo y que poca trascendencia tiene si muevo un dedo o dejo de moverlo. Todo sigue igual. Como dice la coordinadora de mi equipo de trabajo: “nadie es indispensable”. Pero como los blogs se hacen para satisfacer el ego, auto publicarse y dejar sentada una posición, por eso estas líneas (tendría que ser Héctor Abad para poder publicar mi propia columna enmarihuanada en un medio grande de comunicación).

Ya me perdí. El caso fue que luego de pensar en la droga como patrocinio de guerra, tuve otro autismo y recordé que siempre he querido ser vegetariana. Justo cuando lo estoy logrando aparece algo: una anemia, un problema con las defensas, una carencia de vitaminas. Lo último fue un tumor que había que tratar con una droga tan fuerte que no había que ser muy erudito para saber que si no comía proteínas me llevaba el demonio.

Entre la carne enmarihuanada y confusa seguí filosofando, pajazos mentales, le dicen algunos. Recordé la Revolución de la cuchara una organización internacional que busca “sacar la carne de tu plato”. Pero, ¿qué tiene que ver esta organización con la marihuana y con el conflicto colombiano? ¿Quiere esto decir que todos los vegetarianos son marihuaneros? Pues no.

Volviendo a Sarita, mientras conversábamos le dije: “Patrocina la guerra colombiana tanto los que comen carne como los adictos a soñar”. Se enojó conmigo. Luego le expliqué lo que yo defendía como mi por qué: “Los adictos a soñar contribuyen económicamente al negocio de las Farc, mientras que los adictos a la carne le dejan todas las moneditas a los paramilitares”. Al final de cuenta, todos terminamos siendo lo mismo. Solamente, que por comer carne ni lo meten a uno a la cárcel, ni lo tratan como adicto.

Quizá esté generalizando, como tanto suelo hacerlo, pero luego de conocer algunos territorios ganaderos, donde las vidas humanas se deshuesan como las de una res, puedo afirmar que no estoy tan lejos de la realidad. Incluso, uno de los argumentos que expone la Revolución de la cuchara, para dejar de comer carne es: “Algunas personas que se oponen a los grupos armados de países latinoamericanos están patrocinando sin saberlo dichos grupos. Ya que ellos se financian de cosas abominables como el secuestro, la extorsión, el narcotráfico y la ga-na-de-ría”. Sobra decir que estas palabras pueden traerme problemas.

Antes de cerrar la conversación Sarita me dijo: “Entonces volvámonos todos vegetarianos” y yo le respondí: “O mejor, todos empecemos a fumar marihuana”. Eso sí, no voten más por Uribe.

Lectura recomendada para entender un poco el negocio de la carne: El rey de la carne de la grandiosa Leila Guerriero.