miércoles, 27 de diciembre de 2017

Corrientes

Foto: Perla Toro 
Con la sensación apacible de quien ha vivido pocas horas solía sentarme durante tardes enteras a observar los verdes de las montañas de Corrientes. Con los pies colgando en un pedacito de tabla que durante más de 30 años ha fingido ser una banca, en ese mismo pedacito de tierra que durante décadas ha querido ser un parque, dejé volar todos mis sueños de infancia. Se ahogaron en copas de aguardiente. Se metieron dentro de sombreros blancos. Se escondieron como notas musicales en conversaciones foráneas, en cantos campesinos.

Corrientes fue el primer lugar del mundo del que me enamoré. En días de cuentos de princesas siempre preferí sus árboles de guayabas y sus ríos solidarios. Cientos de veces le dije que no a las vacaciones en Medellín para dejar que mi corazón saltara, tras dos horas de camino en una carretera sin pavimentar, al ver ese letrero que casi en el comienzo del cielo, bordeando una colina, dejaba claro el nombre de esa que ha sido por años mi palabra favorita: “Corrientes”, que corre, que fluye, que electrocuta, que no da lugar a la quietud. Al menos en mi imaginación.

Foto: Perla Toro
El nombre de este corregimiento del municipio de San Vicente, en Antioquia, el mismo donde nacieron mis abuelos, mi mamá y casi todo lo que amo, fue la primera imagen que tuve de una tierra que a lo lejos parecía una profecía. Muy cerca del techo de la Tierra, con piedras pintadas de blanco por los estudiantes de su colegio, exponía – aún lo hace - su nombre, el mismo del cual se desprendía una pequeña cascada. Más tarde vendrían a mis ojos otros anuncios más pomposos; el de las ya apagadas letras del Coltejer en las montañas de Medellín; y, en las películas, el elegante Hollywood. Pero, ninguno de los dos últimos, mi tierra prometida.

También fue Corrientes el primer lugar donde me enamoré y el mismo en el que conocí las penas de amor. Fue entre canciones, fue en esa improvisada banca. Con los pies colgando sentía morir mi corazón infantil en las penas de Julio Jaramillo y tarareando sus letras, imaginaba cómo habría sido el día en el que el cantante, del cual en 1990 no tenía ni idea que era ecuatoriano, había conocido el pueblito.

Si las peleas con machete separaban a Corrientes, Julio Jaramillo nos unía en sus canciones: “Que si estoy en Corrientes, que si estoy en Palermo, por todo Buenos Aires, conmigo siempre estás”. Juré por años que ese Corrientes nostálgico era el mío, el de mis montañas, mis quebradas y cascadas; mis alegrías. Conocí de frente la desilusión el día en que me enteré que Julio Jaramillo jamás había estado en Corrientes, al menos no en el mío. Entre lágrimas aprendí a identificar el mapa de Argentina. Busqué respuestas en ese Buenos Aires y una vez más hallé el hilo de la nostalgia. Tal vez eso sea lo que une al nombre, corrientes de melancolía y de tristeza que fluyen para terminar en la más bella creación.

Hace poco más de un mes, por cuenta del caprichoso destino, conocí la calle Corrientes, en Buenos Aires, en Argentina. Parada en una de sus esquinas, donde las montañas se reemplazan por librerías y los ríos generosos por teatros donde en vez de agua fluyen montones de gente; viajé aceleradamente en el tiempo, me senté en esa banquita y con los pies colgados dejé salir una sonrisa de mi boca, una risita socarrona, cómplice y enamorada.

Ese día, acompañada de personas a las que también amo, volví a sentir en mis ojos la ilusión por un lugar. Como aquella que ha amado durante el tiempo, volví a extrañar mi pueblito, la banquita, el letrerito. Ese mismo conjunto de casitas que poco he visto cambiar. Reviví la nostalgia por el cantadito de sus gentes, el tinto con aguapanela, el olor a leña y ese universo de verdes que solo la evolución puede explicar en nuestros ojos.

Regresé a Corrientes, al amor. A ese pequeño lugar del que mis historias nunca podrán salir y del que mi corazón nunca podrá escapar. Las mismas montañas donde mi muerte quisiera comprar su boleta de reposo. 


Somos la generación que siempre regresa a la infancia.