martes, 22 de junio de 2010

Busco recuerdos en un libro de Carlos Monsiváis


Con los sonidos de Chavela Vargas
“Mis ojos mueren de llorar y el alma muere de esperar”

Un día antes de que algunos colombianos nos lamentáramos por lo que parecía una bienvenida, en México lloraban la ausencia de un cronista. Ellos perdieron a un hombre de letras y a Colombia le quedó el recuerdo de una vaga curiosidad que se conforma con tan solo conocer lo que ha de olvidar.

Entre unas Elecciones Presidenciales que ya estaban cantadas y un Mundial de Fútbol más democrático que “el país del sagrado corazón”, murió Carlos Monsiváis, un sábado 19 de junio. En México el escritor falleció entre manuales escolares para prevenir el narcotráfico y en Colombia partió encandecido por la única fiebre que no apoyaba a Santos, pero que si opacó su despedida: el fenómeno Saramago.

A México se le fue “El Cronista” y a nosotros se nos fue la dignidad. Pero ambos países, en ese fin de semana pasado por la lluvia, perdimos.

Con la imagen de Santos se llenaron las portadas de los periódicos, al igual que con el rostro de Saramago y los recuerdos de un Nobel que también se despidió del mundo, un día antes (18 de junio), dejando un país que tal vez fue ajeno para él, donde eso que llamó “El ensayo sobre la ceguera”, es filosofía de vida. La foto de Monsiváis, en cambio, no apareció y solo algunos comentarios de Twitter le hicieron justicia a este poeta, escritor, ensayista y periodista que quedó inmortal en la red con el tag #monsivais

No obstante, lo poco que se habló de la muerte de Monsiváis en Colombia, tampoco supera lo que se habló de su vida, letras que fueron igualmente pobres. Pero, qué puede esperarse de un país que desconoce lo propio, que olvida la historia y que incluso parece que se negara a ser latinoamericano, qué puede esperarse del país leyenda que ahora delira con los sueños de una independencia que dice haber logrado hace 200 años.

A Monsiváis lo conocí personalmente en 2009, justo un año antes de perder la libertad política que ahora siento que se va como un fantasma de la aventura, con la menor provocación de apasionarse violentamente y con el único consuelo de mirar para arriba y seguir viendo un cielo profundamente azul.

Lo conocí entre una hierba mate y un libro de Leila Guerriero en la Universidad Eafit. Le ví ironizar, lo escuché seguir su discurso, hablar de México, de América Latina, de cine, de banqueros, de escenas de pudor, de ciudades y de rituales del caos. Tan firme, tan viejo, tan digno y tan inmortal.

Se lo llevó una fibrosis pulmonar que le venía exprimiendo las dos bombas de aire desde abril. Me encabrona esa idea de no poder respirar. A Medellín, si mi conocimiento no me engaña (probablemente sí), vino dos veces: la primera en épocas del narcotráfico que dicen que ya se fue y la segunda en 2009, tras pegarse una escapadita de ese mundo que en una entrevista que le hizo Diego Agudelo en el Hay Frestival que se realizó en Cartagena de Indias, llamó arresto domiciliario: “Y ni siquiera en mi casa, es en mi recamara”. Tantos recuerdos, tantas semejanzas, tanto dolor, tantos pensamientos de izquierda a derecha.

Monsiváis se merece mucho más que esto. Más que las palabras necias de un prospecto de periodista caprichosa. Se merece aparecer en todos los medios, que se le haga justicia, que se le vuelva a escuchar, que desborde las estadísticas de Twitter. Se merece, sobre todo, que se le descubra, que se le siga leyendo, más aun en tiempos que son difíciles para México. Como lo expresó la escritora Elena Poniatowska: “Nos hará una falta horrible en un momento donde no sabemos hacia dónde camina el país”. Palabras que también se aplican al país de las leyendas, que se ha condenado a un largo recorrido que comienza en dos piernas y que tarde que temprano terminará, por cuenta de una mina antipersona, caminando en las muletas de la seguridad democrática.

Se fue Carlos Monsiváis, llegó Santos a Colombia, todo en un fin de semana pasado por la lluvia. Nuevamente, ambos países perdimos, unos por el destino, otros por la estupidez.

Aunque no me gusta que me digan lo que debo escribir, por la memoria de un buen escritor, muevo mi pluma de gallina caprichosa.