martes, 31 de julio de 2007

¿Quién dijo que la muerte era la única salida del cine?




Por: Perla Cecilia Toro Castaño




“Esa es la única forma de que el cine tenga un cambio generacional”, esa fue la respuesta que me dio mi compañero de trabajo el 30 de julio de 2007 mientras miraba las noticias en la web y me entristecía con la muerte de Ingmar Bergman, cineasta, guionista, director de escena, dramaturgo y escritor sueco que rodó casi 50 películas.

No es un cambio generacional. Es que la muerte llega y da tristeza saber que en el cine, como en Colombia, se necesitan de intercambios humanitarios para ver nuevas ideas volando por las pantallas ¿Será esto necesario?

Y la suerte oscura del cine no cambia. No habían pasado más de 24 horas cuando la misma pantalla plana, fría y seca del computador arrojaba otro dato. Ahora los brazos de la muerte rosaban al director italiano Michelangelo Antonioni.

Bergman murió a los 89 años, Antonioni alargó más sus plazos y dejó su enajenación del mundo moderno en manos del destino a los 94 años.

Bergman fue considerado un director ateo y polémico por mostrar las facetas oscuras del ser humano en cintas como 'Three Strange Loves' (1949), 'Summerplay' (1951), 'Una lección de amor' (1954), 'El séptimo sello' (1957), 'Fresas salvajes' (1957), 'El veneciano' (1958), 'El ojo del diablo' (1960), 'El silencio' (1963), 'All These Women' (1964), 'Persona' (1966) y 'La pasión de Anne' (1969).

Esta faceta oscura del perfil humano se debe a las influencias del dramaturgo August Strindberg quien fuera el inspirador de Bergman en sus primeros pasos por el teatro.

Dirigió a grandes actrices como Bibi y Harriet Andersson, Käbi Lareti y Liv Ullmann (con las dos últimas se casó). En total tuvo cinco matrimonios y nueve hijos, una hipótesis interesante para explicar el motivo de su muerte.

En los últimos 30 años, realizó filmes de gran éxito como 'Gritos y susurros' (1972), 'Escenas de la vida conyugal' (1973) y 'Fanny y Alexánder' (1982), que ganó cuatro premios Oscar y le mereció su tercera nominación como director y la quinta como guionista. Murió el 30 de julio de 2007.

En las horas de la tarde del mismo lunes 30 de julio murió Michelangelo Antonioni. La noticia de su muerte no se registró en la prensa colombiana hasta el 31 de julio. Antonioni filmó 25 películas y entre las más destacadas se encuentran ‘Blow – Up’, ‘La aventura’ y ‘El desierto rojo’. En 1995 fue premiado con un Oscar por su carrera artística.

Junto con Federico Fellini, Antonioni contribuyó a alejar el movimiento neo – realista del cine italiano. Dirigió un formato de creación personal mediante diálogos escasos, tomas prolongadas y movimientos de cámara lentos.

Ambos legados, tanto el de Bergman como el de Antonioni, se conservan en el mundo del cine. Esto es lo que nos queda y a mi parecer la muerte no es necesaria para un cambio generacional en el cine. Defiendo mis ideas románticas, el legado queda y lo que ha quedado en la memoria ya no puede borrarse.

Por último, frente a esa misma teoría del cambio generacional me pregunto si era justa la muerte de Ulrich Mühe, actor alemán que se dio a conocer a nivel internacional en la película ‘La vida de los otros’ que obtuvo el premio Oscar de la Academia a mejor película extranjera en 2007. Se hace evidente que el asunto no es cuestión de edad, no es cuestión de suerte y no existe la necesidad de un cambio generacional.

Los ciclos se cierran y seguimos esperando nuevos profetas del cine. Mientras tanto nos seguiremos acomodando a esta venganza que cierne la muerte sobre la pantalla grande.

lunes, 30 de julio de 2007

Ladrón que roba a ladrón


Por: Perla Cecilia Toro Castaño


Que Dios siempre nos va a ayudar, que cada bebe viene con el pan debajo del brazo, que la pasta y el aceite de oliva siempre van a estar ahí. La guerra ha pasado, Roma se encuentra en plena reconstrucción y los desconocidos de siempre siguen siendo pobres, con lo único que cuentan es con un plato de pastas y de arbejas.

Podría decirse que el termino “desconocido” dentro del film de Mario Monicelli, Los desconocidos de siempre (I soliti Ignoti, 1958), constituye la presencia de un tratado filosófico, ético y moral en el que se refleja cuál es la mejor forma de vida y el cómo vivirla. En el que se demuestra que a este mundo, carente de felicidad, sólo le falta reír un poco y que la falta de humor está creando esos desconocidos de siempre, los de este lado de la pantalla, monstruos.

Los otros desconocidos, los de Monicelli, los del otro lado de la pantalla, establecen su moral alrededor de las personas y de las situaciones de la vida cotidiana, del fracaso y de la felicidad. De las mismas situaciones que le dan toda su gracia al neorrealismo italiano, quienes empobrecidos, con solo pasta y aceite de oliva en sus mesas, deciden hacer sus películas en la calle, salir de los estudios de las grandes producciones, poner la cámara en el camino y filmar esas historias simples y humanas en compañía de buenos actores y extras sacados de la realidad.

Esas simples historias. Historias simples de desconocidos de poca monta que planean sus robos de cajas fuertes y que estos, por algún motivo, no se culminan y que lo único que queda del gran golpe es un plato de pasta y de arbeja, una buena cena.

Más allá de un grupo de ladrones, desconocidos de siempre, que se embarcan en un robo de golpe, que se entregan a cárceles por dinero, que creen que se salvaran de sus miserias, Vittorio Gassman, Renato Salvatori, Marcelo Mastroianni y Armando Destéfano, lo que hacen es presentar una calidez y una inolvidable ternura a través de sus torpes personajes.

Por el tema de la película, Los desconocidos de siempre podría ser una producción amarga, negra y pesimista. Sin embargo, termina siendo amable, divertida y emocionante sin olvidarse de la pizca de ironía que formula toda su grandeza. Tanto Monicelli como los interpretes establecen en el film una especie de mandamiento que se convierte en ley, el espectador tiene que terminar queriendo los personajes, da lo mismo que estos sean protagonistas, secundarios o antagonistas, pero hay que quererlos, no por sus cualidades y destrezas, sino por sus defectos y torpezas. Errar es cualidad de humanos y la risa una necesidad.

Las metidas de patas de los personajes toman una carga de verdad imprescindible dentro de un cine que quería darle la espalda a la pobreza. La misma situación de los personajes lo confirma, son pobres, quieren salir de la pobreza; pero son felices. Los desconocidos de siempre no es la misma película norteamericana en la que cuando el malo se enamora y quiere dejar de ser malo, muere. Nadie muere, los desconocidos nunca mueren, no matan a nadie, es tonto morir por dinero y frente a esta situación prefieren un plato de pasta en vez de un botín.


Ficha técnica


Nombre: Los desconocidos de siempre (1958)

Título original: I soliti Ignoti

Director: Mario Monicelli

Duración: 105 m.

Género: Comedia

Pasado en ropa vieja


Por: Perla Cecilia Toro Castaño


Atuendos, roperos: recuerdos ¿Recuerdos? Recuerdo que a la edad de cinco años vivía en el municipio de Rionegro, oriente antioqueño, un prometedor pueblo de ancestros montañeros. Y que lo que más me gustaba de vivir allí, era que todos los sábados, de todos los meses del año, tenían un dulce sabor a uvas chilenas.

Las uvas eran una de las cosas que más me gustaban y disfrutaba todos los sábados a las 3:30 de la tarde, justo la hora en que llegaban Carlos, uno de mis medios hermanos y mi padre. Por lo general el reloj corría lento en aquellos días, por lo cual las uñas lucían descascaradas y una ventana reflejaba siempre la imagen de una niña rubia con cachetes sonrojados.

Un sábado de abril papá llegó solo. Una cabeza merodeaba, una manito abría la puerta y unos ojos miraban extrañados, como si algo les hiciera falta. Al fin me decidí a preguntar qué pasaba con Carlos, dónde estaba ¿Y las uvas?

Papá justificó su ausencia con una respuesta que no entendí, “lleva tres días bebiendo y ni debe de saber que hoy es sábado. Él se va a quedar en Medellín”. Pero ¿Bebiendo qué?

El día tuvo que continuar en total normalidad, la ventana se vio despejada y entre muñecas, risas y juegos se me olvidó el cuento de las uvas.

A las tres de la mañana del domingo, el teléfono sonó. Como no era habitual recibir ese tipo de llamadas, todos los habitantes de la casa se vieron obligados a levantarse, incluyéndome a mí. Era una casa antigua con amplios corredores, tres habitaciones, un patio justo en el centro y un salón comedor en el que acostumbraba a jugar con Carlos a que él era el hombre increíble y yo la víctima final.

Nadie decía nada, apenas observábamos a papá tener el teléfono entre sus manos, muy pegado de su oído. Colgó. Caminó. Alisó su cabello y se vistió. Un beso de despedida y nadie dijo nada. Papá se había ido y sólo yo parecía preguntarme para dónde.

Como no entendía nada, las seis siguientes horas que corrieron, hasta que el reloj marcó las 9:00 de la mañana, fueron de inquietudes. Cuando me paré de la cama le pregunte a mamá por papá, lo único que me respondió era que no estaba que había ido a ver a Carlos porque no lo íbamos a ver más, que se iba ir a vivir al cielo.

¡Al cielo! Lo único que pensé era que eso debía quedar muy lejos y que nunca más lo volvería a ver. Al principio sentí ira porque me había abandonado, también sentí lo mismo con papá por no haberme querido llevar a despedirme de él. Después pensé en las uvas y sentí nostalgia porque me imaginaba que en el cielo de esas cosas no había casi. Dios vivía en el cielo y que me hubieran dicho nunca comía uvas, es más se le habían convertido en el vino que se tomaba el padre en la misa.

Después me acostumbré a no ver a Carlos. Unos años más tarde me hice a la idea de que el cielo era la muerte.

Doce años después, cuando la monita no era tan monita y tenía diecisiete años, ya Carlos le sonaba más a nombre de amigo que de hermano.

Una mañana, después de mucho buscar que debía vestir durante ese día, encontré en el closet de mi casa, ésta vez en itagüí, una bolsa negra. Contenía una camisa blanca rasgada, una chaqueta a cuero que pesaba más que mis dos brazos y piernas juntas, y una billetera con papeles.

Tras indagar de dónde había salido el fulano paquete, me encontré con una mirada triste, una lágrima que caía y una voz que se quebraba; eran los ojos y la boca de mi padre, una de las pocas veces que lo veía llorar. De manera indirecta estaba haciendo la pregunta que jamás me había atrevido a hacer por temor a herir a alguien.

La ropa fue la disculpa perfecta. Eran las prendas de vestir con que habían encontrado el cuerpo muerto de Carlos.

En 1991, fue encontrado un cadáver debajo de un Jeep. En frente del Éxito de Colombia se había registrado un accidente por exceso de velocidad a causa del alto nivel de alcohol con que manejaba el conductor. Cuatro de las personas que iban en el vehículo sobrevivieron, el piloto no logró salir del auto y murió asfixiado por la presión del mismo.

¡El conductor era mi hermano!

De la Calle 39 a la 54


Por: Perla Cecilia Toro Castaño

“En mi mundo, que no es el único pero es el mío, una de las reglas básicas de la amistad es compartir. Un amigo es aquel que te descubre libros, películas, músicas, otros amigos... Y la finalidad de Calle 54 no es otra que compartir un festín musical con todo aquel que esté dispuesto a ello. He evitado el didactismo; creo que la música se basta por sí sola: Y en la elección del menú he sido rigurosamente subjetivo. Habrá quienes se preguntan por qué está éste en lugar de aquél, sobre la base de criterios comerciales, críticos, musicales, históricos, etc. Yo me he limitado a seguir una de las pocas reglas que poseo: la de filmar aquello que amo”.
Fernando Trueba


Quince cuadras más abajo dentro de la carrera de la imaginación se encuentra la Calle 54, un lugar donde fue rodado un documental que hablaba de la historia del Latín Jazz, los protagonistas eran los músicos y los sones siempre actuaban como parte del relato.

Quince cuadras más arriba está mi casa, el lugar donde me dispongo a enfrentarme a la imagen que tenía sobre el documental periodístico, dar vuelta de hoja y encontrarme con que, según el cine, no sé nada sobre el documental, como diría Patricio Guzmán, “la realidad nos humilla”.

Cuando le preguntaron a Fernando Trueba, director de origen español nacido en Madrid, ¿Por qué había hecho Calle 54? El respondió que era una “manera de saldar una deuda de gratitud con el jazz latino, una música que me ha hecho disfrutar y me ha ayudado a vivir como ninguna otra”, a la vez respondió que para él “la película es un musical. Un musical sobre música, sobre cómo se crea, sobre cómo surge. Su argumento, su guión, son las piezas musicales elegidas. Sus protagonistas, los músicos”.

Un musical sobre música. Después de todo, atinando a la confianza de la primera impresión, no me encontraba tan perdida. Lo primero que pensé al terminar de ver Calle 54 era que ésta, sin las voces en off, contribuía a la creación de un DVD fantástico sobre el latín jazz y que dentro de su menú traía unos apartes donde se dejaban hablar a los protagonistas del ritmo.

A decir verdad, el grandioso no es Trueba, los grandiosos son los personajes, son los músicos, es la música, es el ritmo, “el más excitante de los ritmos”. Para Fernando Trueba más que un film, Calle 54 debió haber significado la realización de un proyecto personal, el clímax de una pasión.

Una pasión que se refleja en cada uno de los planos, anotando que el ritmo que lleva la obra con la música es magistral. Plano detalle, plano medio, plano de busto, plano general, un jueguito que al combinarse con la imagen le da la sensación al espectador de estar metido dentro del espectáculo.

No obstante, me preguntó ¿Hubiese funcionado el juego de los planos detalles con otro tipo de música? Música New age, por ejemplo, no. Simplemente es el latín jazz.

En un principio del largometraje la historia del jazz latino, como aquella música que proviene de la realidad, no es esencial, todo es música. No obstante, al finalizar la película, se cierra con broche de oro y son los mismos protagonistas: Paquito D’Rivera, Chano Domínguez, Jerry González, Michael Camilo, Gato Barbieri, Chucho y Bebo Valdés, entre otros, los que se encargan de explicarle a los apasionados espectadores los orígenes de su música, de dónde viene el ritmo y cuál de todos ellos es el verdadero rumbero o rumbeaor, si se le combina el toque de flamenco.

A pesar de la expresividad y de la pasión desbordada que generan los planos detalles, hay momentos en los cuales, aunque sigue siendo un producto realmente estético (buen ritmo, unidad y continuidad), se abusa de ellos. La tumbadora, el saxo, la trompeta y el teclado, sólo ellos.

Dentro del marco fotográfico del film, se deja en evidencia la diferencia entre los interiores y los exteriores. En Nueva York, España y Cuba son lugares donde se hace visible una luz natural, una cámara sin trípode montada en un caballo, un escenario de invierno, otro cálido y otro mediterráneo. Sin embargo, al encadenar un exterior con un interior el cambio es notable, el escenario es rojo y se refleja una luz artificial, tal vez la propia de un escenario latino nocturno.

Merito o pecado, la fotografía recrea esos escenarios donde se toca el latín jazz, esas luces que se reflejan en cada una de las cámaras y esos destellos luminosos que salen de aquellos trajes negros que usan los maestros.

Una de las preguntas que Fernando Trueba tiene que contestar con mayor insistencia es el motivo de la semejanza que relaciona su película con Buena Vista Social Club de Win Wenders. Al respecto Trueba siempre responde que “Buena Vista es más una película sobre los músicos que sobre la música y Calle 54 es una película sobre música”. Además, agrega que “Calle 54 no partió de un éxito de ventas discográfico, sino de la calidad y del amor a esta música”.

Esta misma pasión y este mismo amor son los responsables de las confusiones más grandes de la vida. Por lo tanto, ¿Cómo contemplar la idea de un casting dentro un largometraje que no está basado ni en una apuesta ideológica, ni estética, ni histórica? ¿Cómo escoger a los líderes del jazz latino? ¿Quién se es para dictaminar la existencia de los dioses?

Desde el desconocimiento sería sencillo decir que estaban los personajes que deberían de estar y que son los más representativos del jazz latino. Sin embargo, según lo comentó Trueba en algún momento, la tarea más difícil a la que tuvo que enfrentarse a la hora de rodar Calle 54, fue la selección del elenco. Por una parte tenían que ser personajes representativos y por otra desearía incluir a los que más amaba. Durante doce días se dieron cita en los estudios de Sony de la calle 54, en Nueva York, las diversas generaciones de músicos que han dejado una huella indeleble en el jazz latino, desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente. Unos días más tarde falleció Tito Puente y Bebo Valdés sufrió una trombosis.

Hablar de la caracterización de los personajes dentro de un documental es una tarea absurda. Se supone que con técnica o sin técnica, primando la imagen que la información o la información que la imagen, el término documental es aplicado a un género de producciones audiovisuales que corresponden a una realidad objetiva.

No obstante, esa definición generalizada que ha tratado de reflejar el documental, adquiere un carácter engañoso, pues como lo indica Bill Nichols, esta forma de cinematografía “hace claras reivindicaciones acerca de su relación con el mundo histórico pero no puede separarse limpiamente de las estrategias de la narrativa o la fascinación de la ficción”. Es así como en una obra como Calle 54, empiezan a aparecer un sin número de realidades subjetivas, una voz en off que sirve para encauzar un discurso caribeño promulgado en un español arraigado y fuerte, un discurso aproximado a los espectadores y una función de edición y de efectos que llevan de una historia a otra.

Así pues, cada personaje tiene una forma diferente de caracterizarse, Tito Puente lo hace con su lengua inquieta mientras toca al ritmo de los dioses el timbal, Jerry González con su caminar taciturno por la playa, Eliane Elías con sus píes descalzos que tambalean al ritmo de su piano, Chano Domínguez con su alo español y talento caribeño, Bebo Valdés con su estatura arrebatada, etc.

Unos cuantos segundos después de que terminan de tocar, una cámara que está trabajando a favor del personaje, deja que cada uno de ellos se despida a su manera, con una sonrisa, con los ojos cerrados o con la mirada en dirección al suelo.

La forma como se encadena cada una de las historias es fácil de percibir, por lo que siempre vas a saber cuál de ellos es cuál, cuál es su parentesco y cuál es su relación con el entorno musical.
Los picados y los contrapicados son movimientos de cámaras frecuentes dentro del largometraje y, como lo índica su propia naturaleza, cumplen con la función de engrandecer o minimizar alguna parte del escenario o de la historia.

Hay un pequeño detalle que pierde su continuidad al finalizar la película. Si se le mira la mano a cada uno de los músicos, la inmensa mayoría de ellos va a tener una argolla de oro en uno de sus diez dedos ¿Hermandad o matrimonio? Sin embargo, dos o tres personajes dan para pensar que tan sólo es un accesorio común al jazz latino.

Solamente cuando se incluye el contrabajo dentro de la orquesta, el escenario pasa de ser rojo a tornarse en un color azul, tal vez para celebrar y para recordar que la primera generación del jazz latino no tiene mucho tiempo que perder.

Calle 54 es una muestra de cómo pueden contarse historias, historias mínimas y máximas al ritmo de la música, de las miradas, de los gestos y de la rumba.