domingo, 21 de junio de 2015

El día en que las mujeres dejaron de ser princesas

En abril estuve haciendo un paseo de esos que solo pueden soñar las niñas. Conocí Disney World. Entre las más de 1.200 fotos que tomaron las amigas con las que estuve, aparecieron  críticas de los que en cuatro palabras llamaré: intelectuales para el olvido. El procedimiento incluyó juicios de por qué conocer un imperio en vez de visitar lugares más interesantes y “culturales”. Meses después, respondo con un por qué. 

Fotos: Perla Toro. 

Un día mi padre me llamó para mostrarme la que él consideraba la música más bella del mundo. Con sus manos sobre mi cabeza, como si estuviera intentando pasarme un poco de su conocimiento, me mostró cinco casetes de su colección. El procedimiento incluía la descripción: favoritos. 

El primero dejaba sonar El lago de los cisnes de Piotr Ilich Tchaikovski. El segundo, Danubio azul de Johann Strauss. Como si fuera una especie de pesadilla de la que una niña de ocho años quiere salir corriendo, me mostró el tercero: un Allegro de Bach. Y para rematar los sueños de la infancia me indicó el lugar donde habitaba Mozart y un señor que con un apellido gordo dejaba salir gritos de dolor bajo la simpática pronunciación Pavarotti. 

Abocada por los nervios y el síndrome de abstinencia que me producía escuchar una música que no podía cantar, huí de sus explicaciones y creencias. 

Decidida, como puede firmarlo en sus promesas una infante con menos de una década de experiencia en la vida, marqué en mi destino que el camino musical que seguiría de parte de mi familia sería el de mi madre. 

Empecé entonces a aprenderme las canciones de Los Bukis, Camilo Sesto, Amanda Miguel, Paloma San Basilio y Sandro. También algunas populares, de esas que doña Luz Elena (mi mamá) decía que eran las mejores para “voltear tapetusa”. Llegaron entonces Helenita Vargas, Los Visconti y Los Chachaleros. 

En circunstancias en las que todos hablaban de libertad, mi padre no se resignó. Decir que no escuchara esta clase de música, allí donde todas mis tías decían que sí, conllevaba a un riesgo que él (Ernesto) no estaba dispuesto a correr. Se vio obligado a crear un plan. 

Bajo una declaración de principios básicos de tolerancia se dedicó a observarme. Una toma de posición que le gastaba largas horas mientras me miraba cantar con un despecho no correspondido para una edad en la que era inmune al desamor causado por los hombres. 

Cuando decidió abandonar la carrera etnográfica ya había encontrado un hallazgo. Además de realizar imitaciones románticas en la sala de mi casa en Rionegro disfrutaba de unos cuantos programas de televisión y de ir al matiné dominical del Teatro Los Héroes. De ambas actividades me animaban dos cosas: los cuentos y las princesas. 

Toda enseñanza es el invento de una ruta propia de vida. Y fue así como mi padre terminó sus mañanas y noches viendo Cuentos de los hermanos Grimm y el Narrador de cuentos en Frecuencia Latina. También dedicó algunos domingos a esperarme en la salida del teatro que aspiraba a ser la primera sala de cine de mi pueblo. 

Diseñado el plan, solo era necesaria su ejecución. Y un día me sorprendió con una suerte de clase de baile para princesas. En una sala llena de porcelanas (mi madre siempre ha tenido el vicio de coleccionar cositas) simuló un castillo y dentro del enorme palacio, sonó la orquesta. Él, “papá rey” y yo “hija princesa” ensayamos los bailes que vendrían en la fiesta. 

Sorpresivamente los bailes salieron de los mismos cinco casetes que con la palabra favorito me había mostrado meses antes. Tchaikovski, Strauss y Bach volvieron a retumbar en mis oídos. Esta vez con una forma más clara: “la música que bailan las princesas”. 

Entre los vals y las fiestas imaginarias configuré todo un universo de movimientos torpes y princesas rebeldes de ojos tapados y gafas gruesas que a veces se volaban para escuchar guascas en una cantina. Construí un mundo en medio de la tolerancia musical. 

A los 10 años, ya encaminada en unos intereses musicales más profusos, mi papá me entregó la estocada final. Con la Fantasía de Disney me prometió un castillo lleno de melodías. Ese día empecé a amar a Bach y a Tchaikovski, los dos primeros de la lista que Mickey dirigía en ese, entonces, cielo de emociones. 

También me obsesioné con conocer el reino de Disney. Pero, nunca pudimos ir. A “papá rey” lo habían deportado del paraíso gringo por estar trabajando de inmigrante. “Hija princesa” era muy pequeña y pobre para comprar un tiquete. 

19 años después decidí viajar en compañía de amigas de adolescencia para buscar la tierra donde bailaban las princesas. 

A los que me preguntaron por qué no me fui ni para Bolivia ni para México ni para Turquía, les diré que fui a Disney porque quería volver a bailar con mi padre. El rey, el príncipe, el único azul de la princesa rebelde.