domingo, 19 de mayo de 2013

Literatura de urgencia


Obra:  Enjeong Noh. 



Quijotadas de cien noches de experiencias hospitalarias y una marca corporal.


Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.

Tía Chofi, Jaime Sabines


Pocos lugares en la vida ostentan tan bien el calificativo de aburrido como las clínicas y los hospitales. Ni las máquinas de café ni las pequeñas burbujas expertas en capuchinos o los dispensadores de dulces, logran salvar esas moles de cemento donde la tristeza, la esperanza, la aburrición y la vida, se cruzan a cada segundo.

Las clínicas deben parecerse a los limbos. Blancas y a la espera constante de una sentencia. El tiempo, la respuesta; el cielo y el infierno.

“Los cementerios son peores”, dirían muchas personas. Pero, no. En los campos santos hay certezas clavadas en los muros y encerradas bajo tierra. En los hospitales, en cambio, hay promesas, hay preguntas. La maldita esperanza. La necesaria incertidumbre.

Pero de vez en cuando hay que echar mano de una ayudita de las urgencias. Las clínicas y los hospitales tienen mucho que ver con las teorías biológicas. Entre un bisturí se nace, se crece, se reproduce y se muere. Nada más cercano a un postulados científico.

Y es en ese crecimiento y en esa reproducción, justo unos años antes de la muerte, donde estos lugares de cruces, de ciencia y de culpas a Dios, se convierten en indispensables.

De no ser por las clínicas, creo que muchas personas de las que me rodean, sobre todo la familia, esa que uno no escoge, jamás se hubieran leído un libro completo.

Por más esfuerzos que hagan las bibliotecas y los expertos en lectura, no hay entidades que promuevan mejores espacios de encuentros con los textos, que los muros blancos y las sábanas amarillosas de los hospitales.

En las clínicas se aprende a leer e irónicamente, en la medida en que se aprende de la muerte, también se aprende de la vida. Al menos a mí, me re-enseñaron a leer los olores a antibiótico, los pedazos de gasa ensangrentados, los tapabocas y las altas dosis de antibacteriales entre las manos.

A veces pienso en lo vacía que podría haber sido mi vida sin las clínicas y los hospitales… No habrían plataformas, ni clonaciones, ni vidas robadas, ni intentos de suicidios, nada sería emocionante. De nuevo el limbo.

Haber tenido, por capricho del señor destino, un padre viejo, siete años menor que mi abuelo materno, me hizo conocer cada uno de los rincones de las clínicas de Medellín. Por cuenta de mi abuela, he regionalizado la experiencia y ahora incluyo en la lista a las camas de San Vicente y de Rionegro.

Es allí, en esos lugares fríos, donde más apasionada y calurosamente he leído. Pasan por mi cabeza Vladimir Nabokov, John Cheever, Leila Guerriero, Antoine Bello, Michael Houellebecq, Stefan Zweig, Bioy Casares, Thomas Bernhard y Christian Bobin, solo por hacer un pequeño e inexacto ejercicio de recordación.

Cada libro se ha emparentado con una aguja, con un dolor, con la sangre y con la muerte. Cada libro de esa literatura de urgencias me ha enseñado a morir.

Entre los que más recuerdo, tal vez, está Bobin. A su pequeño libro, digo pequeño porque son solo 141 páginas, llegué por cuenta de un contacto de Facebook que vive en España y que, sin saber que diariamente leo su muro para buscar recomendaciones literarias, me habló de Autorretrato con radiador.

Lo leí un año después de la muerte de mi padre, mientras acompañaba a mi abuela tras un golpe que hizo que su cadera se quebrara como un vaso.


Haciendo uso de un diario, Bobin puso a uno de sus personajes a superar una muerte, frente a mí, quien más lo necesitaba en ese momento. Me dejó recuerdos, flores blanca y palabras tejidas en la parte del cerebro que aguarda los buenos pensamientos.

“Atravesaste esta vida sin que nada ni nadie te parase, y continuaste con tu impulso: no estás en tu muerte. No descansas en ella. La atraviesas y sigues yendo en la oscuridad con los ojos abiertos de par en par”.

En Houellebecq aprendí de la ciencia y de la clonación. De lo insoportable que puede llegar a ser una vida para siempre. La posibilidad de una isla se registró con 15 mil pesos en la Biblioteca Pública Piloto. Recomendación de Diego Agudelo, amigo y para aquel entonces compañero de aventuras.

Los 15 mil pesos se hicieron efectivos en la Clínica León XIII en una de las tantas cirugías a las que mi padre tuvo que enfrentarse por tener un “cuerpo extraño” en su próstata. Una malla invasora que tuvo que ponerse allí para tapar una herida muy grande que tardó en cerrarse 12 años.

Lo más hermoso de Daniel, personaje central de la novela, es que tiene un perro (si alguien puede recordarme su nombre estaría enteramente agradecida) que se clona con él. Desde aquel entonces quiero que Luna, en el terrible momento de mi inmortalidad, esté conmigo. De Houellebecq me quedó claro que “toda gran pasión desemboca en el infinito”.

Para evitar los dolores que le traen las clínicas al corazón, llegué de repente a las novelas policíacas. A Antoine Bello lo conocen muy pocas personas. Roberto Bolaño lo reseñó en su libro Entre paréntesis para señalar que “toda novela es, entre otras cosas un puzle”.

En Colombia al puzle le decimos rompecabezas y es exactamente eso lo que trae Bello, un reto en el que el lector debe de encontrar al asesino en medio de recortes de prensa, cartas y pruebas policiales. Con Elogio de la pieza ausente, nombre del libro que adquirí en medio de un intercambio (reemplazó a Estrella distante, paradójicamente también de Bolaño) aprendí a esconderme, para bien o para mal.

Anteponiéndose a lo que en unos meses sería el más grande de los dolores que he vivido, Nabokov reforzó en mí las artes de la insolencia y la ironía (aún no sé si son bendición o castigo). Con Risa en la oscuridad, de la mano Axel Res, Margot y el inocente Albinus radiqué en mi libro de teorías un testamento: en el amor siempre habrá sufrimiento y es mandato divino que una persona ame más que otra.

Cuando quería nuevas dosis de realidad acudía a las pequeñas novelas de la realidad. Las clínicas también me sirvieron como salones para aprender de periodismo. Esas lecturas me dieron mejores clases que muchas de aquellas que imparten los dueños del ego en las salas de redacción, salidas de la boca del egoísmo, la persecución y el mal corazón. Tomás Eloy Martínez, Bruce Chatwin, Roberto Arlt, John Reed y como no Ernest Hemingway, terminaron de pulir este intento de periodista que soy, este proyecto de persona sin terminar.

Podría dedicarme noches enteras a recordar mis libros de hospital. A oler cada una de sus hojas para buscar un recuerdo. Para no hacerlo, mejor dejé esta experiencia escrita sobre mi cuerpo.

El homenaje se lo hago a Stefan Zweig, quien un día me dijo que yo era el momento número 15 más estelar de la humanidad y que en una de esas noches de sábanas frías me enseñó que: “No se miente a la sombra de la muerte”. 

No hay comentarios: