lunes, 30 de julio de 2007

Pasado en ropa vieja


Por: Perla Cecilia Toro Castaño


Atuendos, roperos: recuerdos ¿Recuerdos? Recuerdo que a la edad de cinco años vivía en el municipio de Rionegro, oriente antioqueño, un prometedor pueblo de ancestros montañeros. Y que lo que más me gustaba de vivir allí, era que todos los sábados, de todos los meses del año, tenían un dulce sabor a uvas chilenas.

Las uvas eran una de las cosas que más me gustaban y disfrutaba todos los sábados a las 3:30 de la tarde, justo la hora en que llegaban Carlos, uno de mis medios hermanos y mi padre. Por lo general el reloj corría lento en aquellos días, por lo cual las uñas lucían descascaradas y una ventana reflejaba siempre la imagen de una niña rubia con cachetes sonrojados.

Un sábado de abril papá llegó solo. Una cabeza merodeaba, una manito abría la puerta y unos ojos miraban extrañados, como si algo les hiciera falta. Al fin me decidí a preguntar qué pasaba con Carlos, dónde estaba ¿Y las uvas?

Papá justificó su ausencia con una respuesta que no entendí, “lleva tres días bebiendo y ni debe de saber que hoy es sábado. Él se va a quedar en Medellín”. Pero ¿Bebiendo qué?

El día tuvo que continuar en total normalidad, la ventana se vio despejada y entre muñecas, risas y juegos se me olvidó el cuento de las uvas.

A las tres de la mañana del domingo, el teléfono sonó. Como no era habitual recibir ese tipo de llamadas, todos los habitantes de la casa se vieron obligados a levantarse, incluyéndome a mí. Era una casa antigua con amplios corredores, tres habitaciones, un patio justo en el centro y un salón comedor en el que acostumbraba a jugar con Carlos a que él era el hombre increíble y yo la víctima final.

Nadie decía nada, apenas observábamos a papá tener el teléfono entre sus manos, muy pegado de su oído. Colgó. Caminó. Alisó su cabello y se vistió. Un beso de despedida y nadie dijo nada. Papá se había ido y sólo yo parecía preguntarme para dónde.

Como no entendía nada, las seis siguientes horas que corrieron, hasta que el reloj marcó las 9:00 de la mañana, fueron de inquietudes. Cuando me paré de la cama le pregunte a mamá por papá, lo único que me respondió era que no estaba que había ido a ver a Carlos porque no lo íbamos a ver más, que se iba ir a vivir al cielo.

¡Al cielo! Lo único que pensé era que eso debía quedar muy lejos y que nunca más lo volvería a ver. Al principio sentí ira porque me había abandonado, también sentí lo mismo con papá por no haberme querido llevar a despedirme de él. Después pensé en las uvas y sentí nostalgia porque me imaginaba que en el cielo de esas cosas no había casi. Dios vivía en el cielo y que me hubieran dicho nunca comía uvas, es más se le habían convertido en el vino que se tomaba el padre en la misa.

Después me acostumbré a no ver a Carlos. Unos años más tarde me hice a la idea de que el cielo era la muerte.

Doce años después, cuando la monita no era tan monita y tenía diecisiete años, ya Carlos le sonaba más a nombre de amigo que de hermano.

Una mañana, después de mucho buscar que debía vestir durante ese día, encontré en el closet de mi casa, ésta vez en itagüí, una bolsa negra. Contenía una camisa blanca rasgada, una chaqueta a cuero que pesaba más que mis dos brazos y piernas juntas, y una billetera con papeles.

Tras indagar de dónde había salido el fulano paquete, me encontré con una mirada triste, una lágrima que caía y una voz que se quebraba; eran los ojos y la boca de mi padre, una de las pocas veces que lo veía llorar. De manera indirecta estaba haciendo la pregunta que jamás me había atrevido a hacer por temor a herir a alguien.

La ropa fue la disculpa perfecta. Eran las prendas de vestir con que habían encontrado el cuerpo muerto de Carlos.

En 1991, fue encontrado un cadáver debajo de un Jeep. En frente del Éxito de Colombia se había registrado un accidente por exceso de velocidad a causa del alto nivel de alcohol con que manejaba el conductor. Cuatro de las personas que iban en el vehículo sobrevivieron, el piloto no logró salir del auto y murió asfixiado por la presión del mismo.

¡El conductor era mi hermano!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Quisiera decir algo un poco más inteligente que le hiciera justicia a la emotividad y calidad de este texto o que explicara de mejor manera lo que me produjo internamente la fuerza de la mezcla de belleza y melancolía... pero solo puedo decir que me dejaste de una pieza.