“Una mujer y un vaso de vino curan todo mal, y el que no bebe y no besa está peor que muerto”. Johann W. Goethe

Todos los días una copita, para evitar el alzheimer, por si acaso, dos y… ¿si el vino se pica? Pues tocó tomarse toda la botella. Si es Malbec mejor. El final de la historia no se ha terminado de escribir, pero hay evidencias. Unas 20 botellas estuvieron, hasta hoy, en el patio trasero de mi casa. Se las llevaron, reciclaje y con ellas se fueron algunos recuerdos, pero queda el compromiso de adquirir unos nuevos en formas verdes, cristalinas, de terminaciones cóncavas y etiquetas sacadas de los sueños. Nuevos dolores de cabeza.
Siempre me gustó el vino, pero reconozco que no siempre supe cuál copa era mejor que otra. Solo le hacía caso a mi paladar. Nunca me gustaron los vinos de caja, ahora menos, pero, de vez en cuando, para no pasar por la gallinita que soy, le recibí a uno que otro desconocido vino de caja absorbido con pitillo. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.
Un día fui con un amigo que regresaba de Estados Unidos a tomarme un café. El café terminó en unas botellitas de vino, pleno lunes, buen inicio de semana. El caso fue que, luego de ver a este hombre, que algún día fue mi amor, elegir con plena seguridad un muy buen vino, sentí una enorme envidia.
Desde aquel entonces comencé a comprar vinos en los supermercados. Me dejaba guiar por el gusto, por la forma de la botella, por el color de las letras, por un nombre endemoniado. Eso fue despertando el gusto, un gusto de cada ocho días. Un gusto cálido que me arrastró hasta un club del vino. Aprendí, he aprendido y sigo aprendiendo, tengo mucho que aprender. Pero, ahora sé cuál vino tomar de la estantería. Me falta descubrir en qué botella debo llevarme el hombre a la cama.
¿Qué puedo decir del vino? Que suele hacerme daño para los riñones, pero de algo nos tenemos que morir. Que es el compañero perfecto para la soledad. Que sabe mejor con una buena compañía. Que es bueno para calmar el dolor. Que es la receta, el remedio y de mi amor, la enfermedad.
De los vinos y los amores puedo decir que son la combinación perfecta. Hubo un hombre al que conquisté con vinos calientes, receta de abuelita. Él me conquistó con literatura y películas sobre vinos. Él se despidió de mí dándole de beber vino de mi copa a otra persona. Me dejó las imágenes de una película, Entre copas, muy recomendada, un saca corchos, un decanter, un separador de páginas de libro que también hablaba sobre el vino, recuerdos de Cabernet, Syrah, Merlot y Carménère. El vino puede sacar cosas que el hombre se calla. “Esas cosas pasan”, me dijo hace dos meses una niña de 17 años. Sí, esas cosas pasan.
Palabra confusas. Van ya unas cuantas copas. Por eso lo digo, fin de semana pasado por el vino. El elixir de los dioses… también de los borrachos. No es solo de la clase alta. No todo el que toma vino es “pupi”, no a todas las que nos gusta el vino somos gallinas y no a todos los hombres a los que les gusta el vino son maricas. De eso puedo dar fe. Y si son maricas, pues que importa, sigue siendo bueno.
Tengo muchos recuerdos del vino, no creo que si alguien se pone a leer esto le interesen demasiado, pero, por si acaso, escríbame un correo y nos tomamos una botellita, que sea un pretexto para que la razón se marche.