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Foto: Perla Toro |
Corrientes
fue el primer lugar del mundo del que me enamoré. En días de cuentos de
princesas siempre preferí sus árboles de guayabas y sus ríos solidarios.
Cientos de veces le dije que no a las vacaciones en Medellín para dejar que mi
corazón saltara, tras dos horas de camino en una carretera sin pavimentar, al
ver ese letrero que casi en el comienzo del cielo, bordeando una colina, dejaba
claro el nombre de esa que ha sido por años mi palabra favorita: “Corrientes”,
que corre, que fluye, que electrocuta, que no da lugar a la quietud. Al menos
en mi imaginación.
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Foto: Perla Toro |
El nombre
de este corregimiento del municipio de San Vicente, en Antioquia, el mismo
donde nacieron mis abuelos, mi mamá y casi todo lo que amo, fue la primera
imagen que tuve de una tierra que a lo lejos parecía una profecía. Muy cerca
del techo de la Tierra, con piedras pintadas de blanco por los estudiantes de
su colegio, exponía – aún lo hace - su nombre, el mismo del cual se desprendía
una pequeña cascada. Más tarde vendrían a mis ojos otros anuncios más pomposos; el de las ya apagadas letras del Coltejer en las montañas de Medellín; y, en
las películas, el elegante Hollywood. Pero, ninguno de los dos últimos, mi
tierra prometida.
También fue
Corrientes el primer lugar donde me enamoré y el mismo en el que conocí las
penas de amor. Fue entre canciones, fue en esa improvisada banca. Con los pies
colgando sentía morir mi corazón infantil en las penas de Julio Jaramillo y
tarareando sus letras, imaginaba cómo habría sido el día en el que el cantante,
del cual en 1990 no tenía ni idea que era ecuatoriano, había conocido el
pueblito.
Si las
peleas con machete separaban a Corrientes, Julio Jaramillo nos unía en sus canciones:
“Que si estoy en Corrientes, que si estoy en Palermo, por todo Buenos Aires,
conmigo siempre estás”. Juré por años que ese Corrientes nostálgico era el mío,
el de mis montañas, mis quebradas y cascadas; mis alegrías. Conocí de frente la
desilusión el día en que me enteré que Julio Jaramillo jamás había estado en
Corrientes, al menos no en el mío. Entre lágrimas aprendí a identificar el mapa
de Argentina. Busqué respuestas en ese Buenos Aires y una vez más hallé el hilo
de la nostalgia. Tal vez eso sea lo que une al nombre, corrientes de melancolía
y de tristeza que fluyen para terminar en la más bella creación.
Hace poco
más de un mes, por cuenta del caprichoso destino, conocí la calle Corrientes,
en Buenos Aires, en Argentina. Parada en una de sus esquinas, donde las
montañas se reemplazan por librerías y los ríos generosos por teatros donde en
vez de agua fluyen montones de gente; viajé aceleradamente en el tiempo, me senté
en esa banquita y con los pies colgados dejé salir una sonrisa de mi boca, una
risita socarrona, cómplice y enamorada.
Ese día,
acompañada de personas a las que también amo, volví a sentir en mis ojos la
ilusión por un lugar. Como aquella que ha amado durante el tiempo, volví a
extrañar mi pueblito, la banquita, el letrerito. Ese mismo conjunto de casitas
que poco he visto cambiar. Reviví la nostalgia por el cantadito de sus gentes, el
tinto con aguapanela, el olor a leña y ese universo de verdes que solo la
evolución puede explicar en nuestros ojos.