La rosa y la muerte. Esteban Ravanal. |
Personajes reales alterados por recuerdos ficticios de la infancia.
Careteta era mecánico de carros. Tenía los brazos fuertes y
una barbilla desarreglada. Le gustaban las camisillas pegadas y los pantalones
rotos. Siempre los llevaba llenos de grasa. Todo en él parecía normal, a
excepción de un pequeño detalle: en las
noches dormía con los restos de su hermano.
Trabajaba en Las Playas, un barrio que queda a unas cuatro
cuadras del parque de Rionegro y que para 1995 era famoso por tres cosas: los
marihuaneros que se hacían en las esquinas, las inundaciones que en todos los
inviernos provocaba el río Nare y los talleres de mecánica. Quienes habían
viajado a Medellín, durante esos días en los que Rionegro todavía era un pueblo,
decían que “Las Playas era el Barrio Triste del Oriente”.
De pila lo habían bautizado Omar; pero, todo el mundo le
decía “Careteta”. Aunque nadie sabía por qué. Unos aseguraban que era culpa de su cara de bobo, otros
le atribuían el singular apodo a un lunar café con forma de verruga que tenía
en la cara. Y los demás, que no tenían tiempo de andarse preocupando por esas
cosas; simplemente le decían Careteta, a secas.
Tenía unos 25 años. Era hijo de una familia mediana, de esas
de pueblo que hablan duro y que le sirven mucha comida a la gente cuando va de
visita. Vivía en Altos de la Capilla, un sector que se construyó a punta de
proyectos de vivienda de interés social y que era famoso por tener como vecino
al Cementerio Principal de Rionegro.
Casi todo lo que rodeaba a Careteta se parecía a la muerte:
cadáveres de carros que se desangraban entre grasa y aceite, los vecinos
silenciosos del campo santo y su compañero de cama: una bolsita llena de huesos
de bebé.
Las vecinas chismosas decían que Jaqueline era lo único radiante en su vida. Tenía la carita blanca y el pelo del color del sol. Unos 18 años decorados con 1 metro y 55 centímetros de estatura, y 50 menudos kilos. Vivía en Las Playas y conoció a Careteta con la piel llena de grasa. Su padre era uno de los ganaderos del pueblo y aunque Omar no le gustaba mucho como yerno, aceptaba aquel cuento de hadas que semejaba la historia de La dama y el vagabundo.
En el día Jaqueline se la pasaba por el barrio hablando con
un lorito que tenía como mascota. Se llamaba Cabezón y era grosero y
malhablado. Quienes se atrevían a tocarlo sabían que corrían el riesgo de
perder el dedo por cuenta de un picotazo del endiablado animal.
Pero el malencarado loro no era lo único diabólico en la
vida de Jaqueline. Tampoco Careteta, aunque decían que le pegaba tan fuerte
como a un motor de camioneta. Pocos sabían que en las noches Jaqueline también
perdía la luz mientras intentaba evadir a los seres del inframundo que
intentaban quitarle su sonrisa.
Tenía una serie de rituales nocturnos que practicaba antes
de irse a la cama. Se soltaba el pelo, se lo peinaba varias veces y se untaba
un poquitico de ajo. Por último se ponía una bata blanca y un rosario encima.
Su cama tenía amarrado un cinturón de los que usan los
frailes Franciscanos, más ajos a los lados y estampas de vírgenes y de santos.
En las paredes habían más estampas y antes de acostarse a dormir era importante
prestar atención a cada paso: cuatro agujas, clavadas en las puntas del lecho,
terminaban de pulir la decoración del cuarto y amenazaban los pies inquietos que por allí merodeaban sin permiso.
Jaqueline, además, dormía con la luz encendida, tenía miedo de
que una bruja la atrapara en la noche. Sus padres: don José, el ganadero, y
doña Otilia, quienes sabían del ritual que se preparaba cada noche, aseguraban
que un duende estaba enamorado de su hija.
Tal vez por eso, la pequeña rubia de ojos grandotes y labios
carnosos nunca sintió asombró por el compañero de noches de su novio. Incluso,
en algunas ocasiones llegó a compartir espacios con él. Era flaquito, ya había
perdido toda su carne, no tenía color y desde hacía unos 25 años, los mismos
que Careteta, no había crecido.
Se trataba de los restos de su hermano gemelo, quien murió
en el momento en el que ambos nacieron. A la mamá de Careteta una señora del
pueblo le dijo que cuando un gemelo se moría el otro no resistía la perdida y
también se moría a los días. Para combatir el hechizo, según la señora
(seguramente gorda y con bigotes)
era necesario que el bebé durmiera con los restos de su hermanito
muerto. Así lo iba a sentir para siempre.
La mamá creyó, Careteta se acostumbró y esa pequeña bolsita
de huesos se convirtió en algo sagrado al interior de ese hogar mediano, donde
se hablaba duro y siempre había mucha comida para los que llegaban de visita.
Pasados los años, Jaqueline y Careteta se casaron. Los
comentarios asecharon y el mito de una pareja que dormía con las luces
prendidas, la cama llena de estampitas y una bolsa de huesos en la mitad,
creció.
Dicen las historias que tuvieron una hija. Que él le siguió
pegando con sus brazos fuertes de mecánico y que ella un día se cansó y se fue
con su cara de princesa.
Un día ambos desaparecieron. Algunos dicen que se los tragó el infierno.
Un día ambos desaparecieron. Algunos dicen que se los tragó el infierno.
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