lunes, 26 de agosto de 2013

¡Juicio!


Ilustración: José Quintero
Sé quien eres. Eres ese al que nombraron amo y señor de mi destino y que me ha aplastado con su pie.
Los ojos del hermano eterno, Stefan Zweig.

Un texto para levantar la ceja.
 

Ayer me dijeron juez. Mi ojo derecho, el que ve, se quedó mirando la palabra. Tan clara, concreta y nítida. Tan dura, tan distante tan necesaria. Luego, su compañero, el ojo izquierdo (parte de mi cuerpo que está acostumbrada a dudar), hizo el mismo ejercicio. En su segunda oportunidad la palabra juez parecía mareada, sensible y confusa.

Con la obsesión que me caracteriza comencé a revisar lo que sabía de los jueces. En el tablero que usé para dicho ejercicio aparecieron palabras claves como justicia, juicio, testigos, justos, juzgar, interpretar, entender, opinar, determinar, deliberar, sentenciar y, por supuesto, la injusticia. Omito varias.

Ente sus distancias y cercanías, todas lograron hacer un hipervínculo con uno de los últimos libros que, con una lágrima, he dejado descansar sobre mi biblioteca. Se trata de Los ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig, un texto que habla de justicias e injusticias, de juicios, de jueces, de sabiduría y de hombres que mueren a la deriva de un olvido que se queda en los dientes de los perros que consumen una historia.

Mientras deambulaba entre los recuerdos de Virata, el protagonista de la historia de Zweig, y el calificativo que había recibido, tropecé con dos reflexiones que hoy terminan en un vergonzoso ejercicio de escritura disfrazado con la más terrible de la formas, de por si terribles, que tiene la superación personal.

Primero, tropecé con la idea de que palabras como juez y juzgar han sido víctimas del mal uso que por fuera de la lingüística les hemos dado los seres humanos. Luego, creí tener la sensación de que llamar a otro juez trae consigo un juicio, pajazo mental que me tranquilizó al lograr entender que desde el principio y hasta el final de mi conversación, siempre hubo dos jueces. Por ahora, el diálogo queda a disposición de los inspectores de la N.S.A., quienes nos dirán terroristas del pensamiento.

A mi interlocutora le dije que siempre tenía que haber alguien incomodo que dijera lo que otros no quieren escuchar. Seguramente se reirá de este post levantando una ceja, tendrá sus cachetes de color rojo y entre dientes pronunciará los siguiente sonidos: “Tan charra”. Parafraseando a Borges, solo suelen herirnos las personas a las que amamos. De las heridas, a veces, brotan palabras con dedicatorias.

Pese al insoportable sentimiento, me preocupó más mi primer tropezón. Los diccionarios afirman que un juez es aquella persona que tiene autoridad para juzgar y resolver una duda (¡Qué miedo!) También dicen que es una persona controversial.

Por justicia, en cambio, se entienden la razón y la equidad, una dupla de virtudes inalcanzables para cualquier humano que como yo se considere imperfecto y en construcción.

Con sorpresa, fue la definición de juicio la única que logró aliviar la zancadilla de mi conversación matutina. Entre lo parco y frío que es el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dice que el juicio es la “facultad del alma, por la que el hombre puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso”. En mi interpretación, el juicio, es una condición de los seres humanos.

Lo que fue una declaración de verdades matutinas, terminó siendo para mi una tarde llena de reflexiones alrededor del poder de las palabras y de lo injustos que somos con la justicia. Decir justicia o juez debería ser un asunto próximo a lo sagrado.

Las malas costumbre y los malos jueces que nos ha entregado la vida, en especial si somos colombianos, nos han llevado a creer que la justicia es un acto de señalamiento y que los jueces juzgan y señalan. Ni práctica, ni lingüísticamente un dedo o un arma apuntando en la frente del otro, podrá ser una práctica justa.

Entre jueces, juzgar y juicio, las únicas características que tengo son las de humana. Tal vez palabras como ciega, imprudente y egoísta me hubiera calificado mejor.

Por ahora reduciré mis aspiraciones divinas al vago ejercicio de la autosuperación.
 


Cecilia, con traducción al latín, quiere decir: pequeña y ciega.