Foto: Catalina Hernández |
Durante 15 años
Solina, una mujer campesina del Oriente antioqueño, se dedicó
a recoger, arreglar y velar en la sala de su casa, a los muertos que iban
apareciendo en la vereda en la que vive.
Foto: Ronal Castañeda |
El
día en que
la guerrilla mató a Albeiro
Ceballos Gallego, su prima, Esther
Solina Castaño Gallego, selló con una bendición la
promesa de no volver a arreglar un muerto. Fue un martes 26 de noviembre de
1996 y en esa madrugada entendió que la guerra también era
con ella.
Cuando
lo estaba bañando en la cancha, con una manguera verde que consiguió
prestada y que conectó en la canilla del baño de su
cantina, vio que de uno de los bolsillos del pantalón
salieron tres cosas, las únicas que le habían
dejado: un condón y dos fotos de documento; una de Luz Elena, su hermana, y
la otra de Perla, su única sobrina.
La
noticia del asesinato la recibió a las tres de la mañana.
Estaba dormida y como era costumbre tocaron la puerta de su casa, un conjunto
de obra negra, que levantó juntando los pesos que le dejaban
las lavadas de ropa, y que se divide en tres piezas, la cocina, un patio y una
sala en la que se velan o velaban los muertos que, ya fuera por machete, bala o
puñaladas aparecían en las trochas que rodean el caserío de
Corrientes, un corregimiento de San Vicente de Ferrer, al Oriente de Antioquia.
“Soli, mataron a Albeiro. Lo encontraron en el puente de La
Magdalena, por el lado de la represa”, le dijo Pastrana, un hermano del “difunto”, como
acostumbran a decirles los campesinos a los muertos que fueron cercanos. Ella
se puso una sudadera, un buzo y salió para El Plan. “Abrí el
kiosco y aunque no bebo, me tomé un aguardiente doble. Aunque había
arreglado a la abuelita, era el primer muerto de la familia que me dejaban
tendidito en el piso”.
Todavía tiene
las imágenes frescas. Le pegaron tres tiros. Uno en la frente,
otro por la espalda y uno en la rodilla. “Yo creó que
Albeiro se iba a volar y por eso le pegaron un balazo en la rodilla, la misma
bala que salió mientras yo le tiraba agua de la manguera. Le cogí duro la
mano, le dije que no me fuera a apretar y cuando le iba a lavar eso por allá, miré para
otro lado, por respeto”.
Lo
secó, le metió una tusa de chócolo por
el recto, “para que no se vaciara mientras llegaba al pueblo”, y lo
vistió con la mejor ropa que tenía, la
misma que le había bajado tía Rosa, desde la casita de barro que
se veía cuando se miraba para arriba del kiosco.
Después de
Albeiro vinieron 30 muertos más. A unos los mató la
guerrilla y a otros los mataron los "paracos". Todos campesinos.
Todos inocentes, según relatan las lágrimas
de sus familias.
De
esos Solina solamente fue capaz de arreglar a su primo, los que vinieron después, solo
los recuerda por las cruces de madera que se le atraviesan por el camino. Ya ni
siquiera existe la cruz, llena de piedras, que habían
marcado los estudiantes del colegio con el nombre de cada una de las víctimas,
sus víctimas, los asesinados entre 1996 y 1997. Fue arrasada por
las máquinas del acueducto de EPM, por una promesa de desarrollo.
Los
habitantes de los 150 ranchos que tiene Corrientes, todavía se
preguntan por la causa que volvió cobarde a “Sol”, como
le dicen sus hijas para evadir la “terrible”
clasificación civil con la que se le rotuló el día de su
nacimiento. Ella, una mujer de ojos pequeños y achinados, a la que le gusta
pintarse el pelo y los labios de rojo, una de las siete cantineras que tiene
ese pueblito que parece sacado de un cuento de Manuel Mejía
Vallejo, solo dice que “fueron los años. Me
volví cobarde”.
El
arte de arreglar muertos, porque así lo considera, no lo aprendió de
nadie. “Fue algo que me nació porque me daba pesar verlos ahí tirados
y que nadie los recogiera. Podían pasar hasta dos días y del
pueblo nadie venía”. Luego se enteró que su padre, Adam Castaño, quien
la abandonó a los 12 años, ejerció este
mismo oficio por más de una década.
Gracias
a esta labor, solidaria para Solina, necesaria para el municipio, los
inspectores del pueblo la capacitaron y le dieron permiso de hacer algunos
levantamientos. "También querían que
firmará las actas, pero me daba miedo hacerlo porque luego me
cargaban un muerto".
Por sus manos pasaron varios
difuntos, más de 15, a unos la "pelona" les llegó de
forma natural, a otros como producto de una obligación
humana. A unos los veló en su casa, a otros en esos pequeños
ranchos que adornan las montañas de esta Antioquia, que a veces es
verde, que a veces es roja. "Yo
hasta pierdo la cuenta y me toca hacer memoria para acordarme de los nombres”.
Los que más
recuerda son Joaquín Suárez,
quien murió luego de una pelea en la que le pegaron 34 machetazos.
Esmaragdo Quintero, al que le dieron varios balazos y Claudio Suárez, el
inspector del Corregimiento, el primer muerto que le dejó a
Corrientes el enfrentamiento entre “paras y guerrillos”, el
mismo conflicto que años más tarde
retuvo por varios días, en diferentes ocasiones, a su
hija menor, Sandra.
"Ella sabe cosas de enfermería, ha
hecho cursos. La citaban en un puente, le ponían una
bolsa en la cabeza, y agarraban para el monte con ella hasta tres días".
Sandra dice que la ponían a curar heridos y cuando se le
pregunta por el grupo armado al que pertenecían dice
que eran de ambos bandos, pero que los de botas plásticas
eran menos agresivos que los otros. "Saber poner una inyección me
salvó la vida".
Durante casi tres años,
entre 1999 y 2002, Solina vivió como desplazada en Medellín.
"Nunca pasé necesidades porque mis hijas y mi hermana viven allá. Ser
desplazado es como si uno fuera pobre, pero, si yo me pongo a ver, aunque no
fui pobre ni estuve en un semáforo pidiendo, a mí me sacó fue la
violencia. Por eso era desplazada".
En el año 2002,
luego de un retorno en chiva que organizaron otros de los que se habían ido, Sol
decidió volver al pueblito. Para justificar el reproche que causó la
decisión entre su familia, solo dijo que Corrientes necesitaba
alguien que vendiera aguardiente y que se riera bien duro, como ella.
Volvió. Abrió otra
cantina, que ahora también es billar, papelería y
granero y desde hace 10 años, vive de nuevo en ese lugar que la
vio crecer, el mismo que ahora relata varias historias de violencia en paredes
y casas abandonadas. Muros con huecos profundos, cicatrices que parecen las
huellas de una varicela.
Hace unos cinco años le
ofreció disculpas a Dios por incumplirle la promesa y arregló un
muerto más. "Lo hice porque no era de la violencia". El cadáver era
de Elenita, la mamá de Belén Pulgarín, una
de sus amigas de la infancia. Después, volvió a
ponerle sello a su promesa, con una bendición, bajo
un juramento.
Aunque
vivimos para cortejar la muerte, Solina repite a diario, con la ilusión que
solo puede dar un deseo muy grande, que quiere morirse antes que toda su
familia, que no sería capaz de tocar el cuerpo de uno de
sus familiares cercanos. "Ahora, yo solo quiero que me entierren".
3 comentarios:
Esa historia es increíble. Ahora, mejor contada, con detalles que no conocía. Es como la historia de Colombia que nos ha tocado vivir.
La historia es muy fuerte, pero asi o peor es la realidad que viven millones en Colombia. Muy buena, no se despega uno ni un segundo de ella.
Narración de la violencia, pero también del aguante y la valentía de mujeres que iluminan poblaciones que no figuran en la mente ni en los mapas de esta agobiada Colombia, porque no son las "más educadas", pero si las más alejadas, y con ello viven, sonríen, juegan billar, toman guaro, siembran la tierra, sueñan y se ayudan entre ellos. Lindo y fuerte retrato Perla.
Publicar un comentario