Obra: Enjeong Noh. |
Quijotadas de cien noches de experiencias hospitalarias y una marca corporal.
Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.
Tía Chofi, Jaime Sabines
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.
Tía Chofi, Jaime Sabines
Pocos lugares en la vida ostentan tan bien el calificativo
de aburrido como las clínicas y los hospitales. Ni las máquinas de café ni las
pequeñas burbujas expertas en capuchinos o los dispensadores de dulces, logran
salvar esas moles de cemento donde la tristeza, la esperanza, la aburrición y
la vida, se cruzan a cada segundo.
Las clínicas deben parecerse a los limbos. Blancas y a la
espera constante de una sentencia. El tiempo, la respuesta; el cielo y el
infierno.
“Los cementerios son peores”, dirían muchas personas. Pero,
no. En los campos santos hay certezas clavadas en los muros y encerradas bajo
tierra. En los hospitales, en cambio, hay promesas, hay preguntas. La maldita
esperanza. La necesaria incertidumbre.
Pero de vez en cuando hay que echar mano de una ayudita de
las urgencias. Las clínicas y los hospitales tienen mucho que ver con las
teorías biológicas. Entre un bisturí se nace, se crece, se reproduce y se muere.
Nada más cercano a un postulados científico.
Y es en ese crecimiento y en esa reproducción, justo unos
años antes de la muerte, donde estos lugares de cruces, de ciencia y de culpas
a Dios, se convierten en indispensables.
De no ser por las clínicas, creo que muchas personas de las
que me rodean, sobre todo la familia, esa que uno no escoge, jamás se hubieran
leído un libro completo.
Por más esfuerzos que hagan las bibliotecas y los expertos
en lectura, no hay entidades que promuevan mejores espacios de encuentros con
los textos, que los muros blancos y las sábanas amarillosas de los hospitales.
En las clínicas se aprende a leer e irónicamente, en la
medida en que se aprende de la muerte, también se aprende de la vida. Al menos
a mí, me re-enseñaron a leer los olores a antibiótico, los pedazos de gasa
ensangrentados, los tapabocas y las altas dosis de antibacteriales entre las
manos.
A veces pienso en lo vacía que podría haber sido mi vida sin
las clínicas y los hospitales… No habrían plataformas, ni clonaciones, ni vidas
robadas, ni intentos de suicidios, nada sería emocionante. De nuevo el limbo.
Haber tenido, por capricho del señor destino, un padre
viejo, siete años menor que mi abuelo materno, me hizo conocer cada uno de los
rincones de las clínicas de Medellín. Por cuenta de mi abuela, he regionalizado
la experiencia y ahora incluyo en la lista a las camas de San Vicente y de
Rionegro.
Es allí, en esos lugares fríos, donde más apasionada y
calurosamente he leído. Pasan por mi cabeza Vladimir Nabokov, John Cheever,
Leila Guerriero, Antoine Bello, Michael Houellebecq, Stefan Zweig, Bioy Casares,
Thomas Bernhard y Christian Bobin, solo por hacer un pequeño e inexacto
ejercicio de recordación.
Cada libro se ha emparentado con una aguja, con un dolor,
con la sangre y con la muerte. Cada libro de esa literatura de urgencias me ha
enseñado a morir.
Entre los que más recuerdo, tal vez, está Bobin. A su
pequeño libro, digo pequeño porque son solo 141 páginas, llegué por cuenta de
un contacto de Facebook que vive en España y que, sin saber que diariamente leo
su muro para buscar recomendaciones literarias, me habló de Autorretrato con radiador.
Lo leí un año después de la muerte de mi padre, mientras acompañaba a mi abuela tras un golpe que hizo que su cadera se quebrara como un vaso.
Lo leí un año después de la muerte de mi padre, mientras acompañaba a mi abuela tras un golpe que hizo que su cadera se quebrara como un vaso.
Haciendo uso de un diario, Bobin puso a uno de sus
personajes a superar una muerte, frente a mí, quien más lo necesitaba en ese
momento. Me dejó recuerdos, flores blanca y palabras tejidas en la parte del
cerebro que aguarda los buenos pensamientos.
“Atravesaste esta vida sin que nada ni nadie te parase, y
continuaste con tu impulso: no estás en tu muerte. No descansas en ella. La
atraviesas y sigues yendo en la oscuridad con los ojos abiertos de par en par”.
En Houellebecq aprendí de la ciencia y de la clonación. De
lo insoportable que puede llegar a ser una vida para siempre. La posibilidad de una isla se registró
con 15 mil pesos en la Biblioteca Pública Piloto. Recomendación de Diego
Agudelo, amigo y para aquel entonces compañero de aventuras.
Los 15 mil pesos se hicieron efectivos en la Clínica León
XIII en una de las tantas cirugías a las que mi padre tuvo que enfrentarse por
tener un “cuerpo extraño” en su próstata. Una malla invasora que tuvo que
ponerse allí para tapar una herida muy grande que tardó en cerrarse 12 años.
Lo más hermoso de Daniel, personaje central de la novela, es
que tiene un perro (si alguien puede recordarme su nombre estaría enteramente
agradecida) que se clona con él. Desde aquel entonces quiero que Luna, en el
terrible momento de mi inmortalidad, esté conmigo. De Houellebecq me quedó
claro que “toda gran pasión desemboca en el infinito”.
Para evitar los dolores que le traen las clínicas al
corazón, llegué de repente a las novelas policíacas. A Antoine Bello lo conocen
muy pocas personas. Roberto Bolaño lo reseñó en su libro Entre paréntesis para señalar que “toda novela es, entre otras
cosas un puzle”.
En Colombia al puzle le decimos rompecabezas y es exactamente
eso lo que trae Bello, un reto en el que el lector debe de encontrar al asesino
en medio de recortes de prensa, cartas y pruebas policiales. Con Elogio de la pieza ausente, nombre del
libro que adquirí en medio de un intercambio (reemplazó a Estrella distante, paradójicamente también de Bolaño) aprendí a
esconderme, para bien o para mal.
Anteponiéndose a lo que en unos meses sería el más grande de
los dolores que he vivido, Nabokov reforzó en mí las artes de la insolencia y
la ironía (aún no sé si son bendición o castigo). Con Risa en la oscuridad, de la mano Axel Res, Margot y el inocente
Albinus radiqué en mi libro de teorías un testamento: en el amor siempre habrá
sufrimiento y es mandato divino que una persona ame más que otra.
Cuando quería nuevas dosis de realidad acudía a las pequeñas
novelas de la realidad. Las clínicas también me sirvieron como salones para
aprender de periodismo. Esas lecturas me dieron mejores clases que muchas de
aquellas que imparten los dueños del ego en las salas de redacción, salidas de
la boca del egoísmo, la persecución y el mal corazón. Tomás Eloy Martínez,
Bruce Chatwin, Roberto Arlt, John Reed y como no Ernest Hemingway, terminaron
de pulir este intento de periodista que soy, este proyecto de persona sin
terminar.
Podría dedicarme noches enteras a recordar mis libros de
hospital. A oler cada una de sus hojas para buscar un recuerdo. Para no
hacerlo, mejor dejé esta experiencia escrita sobre mi cuerpo.
El homenaje se lo hago a Stefan Zweig, quien un día me dijo
que yo era el momento número 15 más estelar de la humanidad y que en una de
esas noches de sábanas frías me enseñó que: “No se miente a la sombra de la
muerte”.
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