martes, 12 de mayo de 2015

Leer y el melodrama del ego

El metrónomo de la moda literaria parece estar en una posición de ataque. Leer, entre citaciones y adulaciones, ha dejado de ser una práctica para encontrarse con lo sublime y se ha convertido en la acción que conduce al camino perfecto entre la presunción y el ego. Lejos de lo que afirmaba Borges, vivimos un momento en el que más que un aprendizaje, tomar un libro entre las manos se ha convertido en un espectáculo.


Into the labyrinth
En la aurora de la vida leer no es un verbo que se configure en las pequeñas costumbres humanas. En los inicios de la infancia se engulle la vida con los ojos, pero no se manchan todavía los espejos del alma con la tinta que deja suelta el corazón.

La idea de leer un libro resulta ser una propuesta perfectamente habitable en un solo continente: el de la nada.

Tras las insistencias aparece la ruptura. Sin desgarro, una primera frase logra metérsenos entre las tripas y, con pasos livianos, consigue ocupar un espacio infinito que está esperando a ser saciado.

Aparecen entonces las primeras lecturas. El duelo asombroso de leer. Tímidas, se asoman indecisas las palabras, reclamando una presencia: letras de sangre, señales de soledad, frases para el pensamiento y oraciones para la muerte.

Se ha creado entonces el vinculo. La necesidad de leer. De alimentarse. De reconocer la palabra en voz alta. Una primera fractura del paraíso que luego se configura en el cuestionamiento del pensamiento. Nace el lector y en esa gran dicha desaparece la sombra de los albores del conformismo. Han llegado juntas la alegría y el espanto.

Con entusiasmo el lector deja el mundo para encontrarse con la soledad y, mientras más avanza en las páginas, más ahonda en ella. En un encuentro consigo mismo. Para ellos, el sueño.

Pero a veces, quisiera creer que poco; aunque sé que parto de un sueño equivoco, le ocurre algo a algunos lectores más numerosos, mucho más numerosos. Leer, lejos de convertirse en un encuentro con lo íntimo, comienza a habitar una frontera entre el ego y el conjunto humano que Mario Vargas Llosa llamó “la civilización del espectáculo”.

Como una dieta sin control, el alimento (para este caso la lectura) engorda y enflaquece. Es funcional; pero, constriñe el colón. Libre de grasas y al mismo tiempo también alto en calorías. Una casa invadida de basura hasta el techo.

El lector, aún lector, regresa a una infancia poblada de presunciones. Una enciclopedia vendida con buenos y malos libros. Se crea un muro entre los lectores y los demás. El cuestionamiento es ahora en contra de los privados de la tinta. Los privados del oro.

Eso que muchos consideran un sistema de castas acaba parcelando el mundo, creando seres intocables. Están los que leen y los que no leen. Sagrados los primeros. Despreciados los segundos.

Muros hundidos en la tierra separan a los devoradores de letras de los pobres que nunca tocan un libro. Una nueva clase de jerarquización social en la que los ricos no desean juntarse con el pueblo taciturno que consideran sumergido en la ignorancia.

Enamorar no es la opción. Ellos tienen el control. La fama, las citas y las palabras precisas en las reuniones.

Reconocer a un potencial lector es dar un salto para arrojarse a un vacío en el que salir de la vida subterránea del reconocimiento común resulta ser una amenaza en contra de la Tierra prometida.

Mírame. Escúchame. Léeme. Solo a mi. Un miedo infinito a la soledad. Al encuentro con la intimidad de la palabra.

En una vida amontonada y ahogada por los deseos de sobresalir, leer no es más que una acción para figurar en el abanico de los más admirados.

No sé si solo sea mi impresión; pero, la conjugación de esta acción debería sustituirse en un nacimiento. En un parto común como sociedad. En un camino de aprendizajes y de enseñanzas que nos dote de valentía para acabar con la parcelación del mundo. Con el reinado visceral de la presunción literaria. Acciones que nos permitan quitarle un libro a los que nunca leerán.


Un homenaje a los lectores insaciables. A aquellos capaces de vivir alejados de las convenciones.

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